domingo, 10 de mayo de 2020

Rebañando los últimos días de mi primera cuarentena




La nueva normalidad se parece mucho a la vieja ¿eh? se parece dolorosamente a la vieja. Veo a gente paseando de la mano, niños jugando en la calle, niños corriendo en la calle y, como vivo en un pueblo, tengo que estar diciendo cada dos por tres “¡distancia de seguridad!” a toda la gente que viene a darme dos besos.

Lo cierto es que ahora que la gente está en la calle, los aplausos en los balcones ya no son tan importantes. Cuando puedes pasear el espacio abierto que era el balcón te resulta pequeño. Y cuando puedes hacer vida normal parece que lo de aplaudir a los sanitarios como que ya es cosa del pasado y que ya no lo necesitas como excusa para tener contacto humano.

Ahora que ya podemos salir a la calle, los perros ya han dejado de ser objeto codiciado.

Porque, por mucho que insistan en que aún no hemos pasado el peligro, la gente cree que si y está haciendo vida normal. Aproveché para salir a pasear a dos metros de mi abuela, que no la había visto desde que empezó la cuarentena, y os puedo prometer que no había visto tanta gente por la calle en mucho tiempo. Escandalosos grupos de cinco o  seis personas, con niños, yendo juntos y felices por la calle. Los que me siguen en twitter también sabrán que esa escapada también fue utilizada para proveerme de chucherías, como si fuera un burdo yonqui del azúcar.

Las buenas temperaturas de esta semana no han acompañado. He visto bares con gente, solo que ahora se quedan en la puerta porque no pueden tomar nada dentro. El bar técnicamente está cerrado al público y solo aceptan pedidos, por lo que la picaresca española lleva a pedir la cerveza “para llevar” y no alejarse más de cinco metros de la entrada del bar. Hecha la ley, hecha la trampa. Y merecen la extinción.

Por mi parte he atado una bayoneta de mosin nagant que tenía por la bodega a un palo de dos metros, como método de guardar la distancia de seguridad. Funciona de un modo tremendamente sencillo: si alguna persona traspasa los dos metros prudenciales de distancia de seguridad, la puntita de la bayoneta se pondrá roja y advertirá a la otra persona que se ha acercado demasiado.

Un mecanismo similar al de Dardo solo que, en vez de brillar con color azul, mi bayoneta tendrá un color rojo brillante.

Parece que se acaba esto de la cuarentena, a menos que nos dediquemos a repartir abrazos gratis y a chupar las barras del transporte público. Yo aun tengo esperanzas de que la gente tenga un arrebato de síndrome de Estocolmo con el coronavirus (ya que es quien nos mantiene secuestrados en nuestras propias casas), lo echemos de menos y nos dediquemos a contagiarnos a mansalva para que esto no acabe y tener a Fernando Simón todos los días en la tele.

No me arrepiento de nada. Yo me lo he pasado muy bien dentro de casa y estas semanas de introspección no las cambio por nada del mundo. Si eso, me gustaría haber podido pasear por esas calles vacías, para empaparme de la solemnidad que transmiten todas esas calles vacías de gente.

2 comentarios:

  1. Jajaja, que bueno lo de la bayoneta... I coincido totalmente con la gozada del tiempo de introspección. He viajado por mi interior como hacia tiempo que no podía. He recuperado jugar a la Oca, hacer solitarios con la baraja de mi abuelo, releer libros de infancia y reciclar para hacer manualidades. Claro que en mi caso, tiene poco mérito, porque no recuerdo aburrirme nunca. Mi cerebro me lo permite. Y si, todavía demasiada imbecilidad saliendo a pasear.

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    1. Hasta los límites de desempolvar la eterna oca que hay por decreto ley en todos los hogares no he tenido que llegar yo.

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