Agosto está llegando a su final, pero parece que se quiere
despedir por todo lo alto. A pesar de que he cambiado mis tradicionales “tés
del domingo” por novedosos “tés helados del domingo” y pese a los esfuerzos por
mantenerme fresquito gracias a una combinación de ventilador y aire
acondicionado, es inútil. Hace calorazo.
Pero no he regresado de vacaciones para deciros el mucho
calor que hace, que para eso ya están los informativos de sobremesa. Vuelvo de
vacaciones, que ya es hora, para hablaros de Luis II de Baviera.
Conforme más voy sabiendo sobre la cultura alemana, más me
voy dando cuenta de que Alemania es a Europa lo que Japón es a Asia, pero sin
la parte moñas. Ambos tienen un idioma raro y difícil, son meticulosos y
eficientes, tienen un desprecio innato por lo extranjero y también disfrutan de
un pasado totalitario bastante molón del que no hablan. Por no hablar de que
ambos países son los principales exportadores de gustos sexuales turbios.
Pero una de las cosas que a lo mejor pasan desapercibidas es
que Alemania, al igual que Japón, también tiene un buen número de excéntricos
habitantes. Y uno de ellos llegó incluso a reinar, como Luis II de Baviera.
Luis II de Baviera. Monarca y poseedor de un pelazo desigual y perturbador.