Es una pena que, después de saber que la fauna había
invadido las calles y parques que antes estaban reservados a los humanos, ahora
cuando pueda salir lo máximo que pueda ver es un perro paseando sin correa. Me
esperaba algo más interesante, que como diría el doctor Ian Malcom, “la vida se
abre camino”, siempre. Solo que a mí me ha tocado ver como se abre camino las
formas de vida más anodinas del mundo.
Me he dado cuenta que, definitivamente, la era de los
aplausos en el balcón a las 20:00 ha terminado. Las verbenas vecinales han
tocado a su fin y, aunque ya no molestan tanto, es curioso cómo se han olvidado
de todo el espíritu absurdamente optimista y buenrollista de principios de la
pandemia.
Pero el dar las gracias a los sanitarios, el dejar de
hacer la compra para los vecinos ancianos, no ha acabado por desgaste o por
llevar dos meses confinados, no. Ha acabado porque ahora ya podemos salir
libremente a la calle. Ya es oficial, la Fase 1 ha matado la gratitud y ahora
volvemos a barrer cada uno para su lado.
El coronavirus cambió todo, pero solamente por unos
meses. Justo el mismo tiempo que pasamos con miedo hasta que vimos que no nos
contagiábamos. Ese fue el momento en el que la gente dejó de estar encerrada en
sus casas y empezó a comportarse como se la sudara todo.
Los balcones han vuelto al principal uso para el que fueron diseñados: seducir y matar guiris borrachos.
He repetido varias veces que esperaba una especie de
postapocalipsis, pero no esperaba que los disturbios empezaran en el Barrio de
Salamanca, la verdad. Los saqueadores de ahí afuera no llevan chupas de cuero,
botas y pinchos, llevan chalecos acolchados, mocasines y cacerolas. Lo cierto
es que todo eso me tiene un poco confundido y ya no sé qué pensar.
Pero bueno, eso ha ocurrido en Madrid, que todos
sabemos que es especial. La ciudad empeñada en pasar a la fase 1 con la misma
insistencia que quería acoger unos Juegos Olímpicos, cuando es evidente que las
zonas más pobladas tienen más peligro: no es lo mismo la posibilidad de
reactivar una pandemia que tiene Valdepericas de Abajo, provincia de Soria, que
Madrid. Porque las grandes concentraciones de personas las carga el diablo, y
la vida rural tiene sus cosas buenas como la de evitarte que te tosan en la
cara en un medio de transporte masificado.
La última vez que la Señora Crisanta se cruzó con alguien fue en aquel verano loco de 1996 en el que dos forasteros se perdieron y llegaron a su pueblo.
Dicho esto, no sé qué prisa le ha dado a la gente por
salir a la calle. Desde la ventana veo gente yendo y viniendo todo el rato por
la calle. Llegados a este punto creo que la gente está paseando ya hasta sin
ganas, solo porque es gratis y porque a saber si la semana que viene se va a
decretar otros dos meses de confinamiento.
Cuando yo salgo a la calle, desde el preciso instante
en el que cruzo la puerta, ya estoy pensando mentalmente en lo cómodo que es
estar en casa con el pijama. Que porque me conozco demasiado bien a mí mismo y
sé que soy una persona que se distrae con una facilidad asombrosa, que si no
ojalá pudiera ser uno de esos afortunados que se pueden permitir el
teletrabajar.
Dicho esto, me gustaría dar las gracias a un vecino de
mi barrio (que aunque tengo la TOTAL CERTEZA de que no va a leer esto, quiero
mantener anónimo) con el que he coincidido y ha recalcado lo delgado que estoy.
Gentiles palabras para alguien que lleva dos meses yendo del ordenador a la
nevera y de la nevera al ordenador. No, tampoco he hecho deporte, como ha
insinuado dicho vecino.
Esfuerzos he hecho muchos en estos dos meses, pero
dudo que esforzarte en salir de la cama queme muchas calorías.
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