domingo, 17 de mayo de 2020

Espera, que a lo mejor hay una posibilidad de que se alargue mi primera cuarentena




Es una pena que, después de saber que la fauna había invadido las calles y parques que antes estaban reservados a los humanos, ahora cuando pueda salir lo máximo que pueda ver es un perro paseando sin correa. Me esperaba algo más interesante, que como diría el doctor Ian Malcom, “la vida se abre camino”, siempre. Solo que a mí me ha tocado ver como se abre camino las formas de vida más anodinas del mundo.

Me he dado cuenta que, definitivamente, la era de los aplausos en el balcón a las 20:00 ha terminado. Las verbenas vecinales han tocado a su fin y, aunque ya no molestan tanto, es curioso cómo se han olvidado de todo el espíritu absurdamente optimista y buenrollista de principios de la pandemia.
Pero el dar las gracias a los sanitarios, el dejar de hacer la compra para los vecinos ancianos, no ha acabado por desgaste o por llevar dos meses confinados, no. Ha acabado porque ahora ya podemos salir libremente a la calle. Ya es oficial, la Fase 1 ha matado la gratitud y ahora volvemos a barrer cada uno para su lado.

El coronavirus cambió todo, pero solamente por unos meses. Justo el mismo tiempo que pasamos con miedo hasta que vimos que no nos contagiábamos. Ese fue el momento en el que la gente dejó de estar encerrada en sus casas y empezó a comportarse como se la sudara todo.

Los balcones han vuelto al principal uso para el que fueron diseñados: seducir y matar guiris borrachos.

He repetido varias veces que esperaba una especie de postapocalipsis, pero no esperaba que los disturbios empezaran en el Barrio de Salamanca, la verdad. Los saqueadores de ahí afuera no llevan chupas de cuero, botas y pinchos, llevan chalecos acolchados, mocasines y cacerolas. Lo cierto es que todo eso me tiene un poco confundido y ya no sé qué pensar.

Pero bueno, eso ha ocurrido en Madrid, que todos sabemos que es especial. La ciudad empeñada en pasar a la fase 1 con la misma insistencia que quería acoger unos Juegos Olímpicos, cuando es evidente que las zonas más pobladas tienen más peligro: no es lo mismo la posibilidad de reactivar una pandemia que tiene Valdepericas de Abajo, provincia de Soria, que Madrid. Porque las grandes concentraciones de personas las carga el diablo, y la vida rural tiene sus cosas buenas como la de evitarte que te tosan en la cara en un medio de transporte masificado.

La última vez que la Señora Crisanta se cruzó con alguien fue en aquel verano loco de 1996 en el que dos forasteros se perdieron y llegaron a su pueblo.

Dicho esto, no sé qué prisa le ha dado a la gente por salir a la calle. Desde la ventana veo gente yendo y viniendo todo el rato por la calle. Llegados a este punto creo que la gente está paseando ya hasta sin ganas, solo porque es gratis y porque a saber si la semana que viene se va a decretar otros dos meses de confinamiento.

Cuando yo salgo a la calle, desde el preciso instante en el que cruzo la puerta, ya estoy pensando mentalmente en lo cómodo que es estar en casa con el pijama. Que porque me conozco demasiado bien a mí mismo y sé que soy una persona que se distrae con una facilidad asombrosa, que si no ojalá pudiera ser uno de esos afortunados que se pueden permitir el teletrabajar.

Dicho esto, me gustaría dar las gracias a un vecino de mi barrio (que aunque tengo la TOTAL CERTEZA de que no va a leer esto, quiero mantener anónimo) con el que he coincidido y ha recalcado lo delgado que estoy. Gentiles palabras para alguien que lleva dos meses yendo del ordenador a la nevera y de la nevera al ordenador. No, tampoco he hecho deporte, como ha insinuado dicho vecino.

Esfuerzos he hecho muchos en estos dos meses, pero dudo que esforzarte en salir de la cama queme muchas calorías.

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