En contra de lo que esos estirados idiotas de la Edad Moderna nos han hecho creer, la Edad Media molaba. Por ejemplo, tenías libros escritos por religiosos en los que te instruían a la vez que te contaban de forma velada sus andanzas follarinas. ¿Os imagináis eso ahora? Hoy en día, lo más cerca que hemos estado de algo parecido al Libro del Buen Amor fue cuando al Papa Francisco le dio like en Instagram a una foto de un tremendo culo.
Pero ¿cómo un
religioso puede dar consejos de amor? Amigos míos, ninguno pensabais que ibais
a pasar San Valentín leyendo acerca de cómo en la Edad Media (y especialmente
en el ambiente multicultural de la España medieval) los religiosos se pasaban
por el arco del triunfo eso del voto de castidad. Bienvenidos al mundo de los
goliardos y las barraganas.
Porque resulta
que, en la Edad Media, cuanto más alejado del epicentro del poder vivías, más
libertades tenías. Puede que ahora choque eso de que en un pueblo perdido de la
mano de Dios tuvieras más libertad que en una ciudad, pero tiene sentido: en la
ciudad todo el mundo se enteraba de todo, y cuanto más lejos vivieras de quien
te pudiera echar la bronca, más posibilidades había de que tu conducta inmoral
se diluyera por el camino.
Por eso existían
las barraganas, que básicamente eran mujeres que vivían con los clérigos,
normalmente presentadas como “amigas” o “amas de llaves”, pero que ya sabemos
lo que ocurría (guiño-guiño). Oficialmente sólo estaban ahí para ayudar al
religioso en los asuntos cotidianos y que se pudiera centrar en los asuntos
espirituales, pero había un acuerdo tácito en obviar que probablemente dicho
religioso también le estuviera dando al mete-saca.
El hecho de que hubiera
una legislación que protegiera los derechos de las barraganas hacía que, aunque
fueran “matrimonios de calidad inferior”, tuvieran derechos que las
protegieran. Eso sí, estaba peor visto que un hombre casado tuviera una segunda
mujer que el hecho de que un hombre soltero se arrejuntara con una mujer
soltera mediante un contrato de barraganía. Porque a nadie le gustan los
avariciosos que se quedan con más mujeres de las que deberían. Esa gente jode el
justo reparto estadístico.
Por otra parte, los
goliardos, sí.
¿Sabéis el típico gato que, después de estar domesticado, le ha dado la pájara y retorna a sus instintos primitivos y salvajes? Pues ahora imagina un monje medieval al que le ha dado la pájara y retorna a sus instintos primitivos y salvajes. Un goliardo es un monje/vagabundo/estafador/pandillero/antisistema. Y si tenéis algún problema con esa definición, las quejas podéis remitirlas a Jacques Le Goff.
Si tuviera más
rigor, no me atrevería a hacer comparaciones sin fundamento, pero para que me
entendáis: un goliardo es un ronin que viste hábitos monacales y tiene fijación
por los chistes sexuales. Un tuno medieval de Erasmus que quiere darse al vicio
y al fornicio, y canta canciones sobre lo genial que sería que alguien le
pagara el alcohol para el botellón. Un punki tonsurado que quiere acabar con la
sociedad y se dedica a pedirte “unas monedas” para ayudar “a la causa”
(entendiendo como “la causa” el acabar con su involuntario voto de pobreza).
Normalmente se
acepta que eran monjes expulsados de sus respectivas órdenes por sus conductas
impropias de un monje. Y ya que han sido expulsados de las ordenes monásticas, se
dedican a hacer todo lo contrario de lo que se espera de un monje, llevando a
la práctica la expresión “para lo que me queda en el convento, me cago dentro”.
Apuesto a que no pensabais
que hoy ibais a aprender cosas sobre matrimonios medievales entre solteros
legalmente constituidos, ni sobre monjes antisistema que se rebelaban contra
todo el orden establecido cantando cancioncillas picantes. Pero aquí estamos. Tú
y yo.
Es la magia del
14 de febrero. Es la magia de San Valentín.
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