El mundo está convulso, la gente está escurriendo el
bulto y parece que las estatuas, que no se pueden mover, estén pagando el pato.
Pero, realmente, derribar una estatua es un acto
simbólico de rebeldía frente al poder, que al final una estatua no es mas que
la gratitud del establishment a un tal o cual personaje. Detrás de cada estatua
hay un “eres tan majo que te dejo ocupar un espacio público para que pueda
recodarte la gente y cagarte encima las palomas” y derribarla es atacar a todo lo que ha permitido que esté ahí.
El liarnos a martillazos con el pasado no es algo que hayamos
inventado en este siglo, es una tradición añeja que lleva con el ser humano
siglos. Los romanos ya tenían la sana costumbre de practicar la damnatio
memoriae, que no deja de ser destruir la memoria de alguien que no te caía
bien, borrando toda mención al susodicho a base de piqueta.
“Dinamita, para cuando un mazo y un cincel no son
suficientes” fue el eslógan más pegadizo de Núremberg en 1945.
Pero si los romanos te parecen demasiado antiguos, la
práctica de borrar de los registros a nombres que antes habían sido públicos
fue tremendamente popular en la época de Stalin. Los Aliados también dieron
buen repaso de piqueta a todo monumento nazi que pillaban por Alemania. Las
tropas franquistas también hicieron lo mismo con todo aquello que representaba
la causa republicana. Y la propia Casa Real Española eliminó toda mención a Iñaki
Urdangarín después de que se supiera que llevaba tiempo llenándose, de forma
poco honrada, los bolsillos con fajos de billetes.
Muchas de las estatuas que se conservan, precisamente
se conservan porque estaban fuera del alcance de la vista, recogidas en sitios
donde la gente no se las podía llevar o directamente tiradas en escombreras. Si no se veía, la gente no recordaba que odiaba a tal o cual persona y por lo tanto se mantenían sin alterar. Las estatuas al alcance de todos tenían la mala costumbre de acabar en el Museo
Británico.
Esto es porque los personajes históricos no son cien
por cien inocentes, y acostumbran a tener unos matices oscuros que se descubren
tiempo después de su muerte. Por
ejemplo, Gandhi, el entrañable abuelo en pañales de piel bronceada, tenía una
visión de la raza un tanto excluyente. Por no hablar de que le gustaba dormir
con niñas, que también es una información lo suficiente oscurilla como para
hacer de él un personaje controvertido. Y eso sin tener en cuenta su enfermiza
obsesión por lanzarte bombas atómicas en el Civilization.
OH NO, AQUÍ VIENE
La Historia no es pura ni está exenta de polémica,
siempre está en continua revisión. No es raro que se encuentre más información
que haga reformularse algún paradigma, o directamente se reelaboren las teorías
para encajar más en una óptica determinada o en macroestructuras sociales que esté mucho más a la moda: los
renacentistas trasladaron los gustos estéticos sobrios a unas estatuas clásicas,
que originalmente estaban pintadas como figuritas de un todo a cien chino.
Pero es que detrás de cada estatua hay una retórica
propagandista que pone a la gente como un catálogo de virtudes, cuando en la
realidad puede que fueran un poco mierdas como persona. Normalmente tiene una
finalidad nacionalista, exaltando los triunfos y gestas patrios de los héroes
virtuosos, frente a los traicioneros y atrasados enemigos del país. Poner por
las nubes las virtudes y decir “¿Defectos? ¿Qué defectos?” cuando toca, en otras palabras.
Aunque hay estatuas que es difícil idealizar.
Y, claro, cuando alguien lleva oyendo toda la vida que
el fulano de tal o cual estatua se la merecía porque era la virtud hecha forma
antropomórfica, pues puede que al enterarse de sus defectos se le caiga de un
pedestal. Literalmente. Quizá el problema es un poco ese, que no puede juzgarse
algo solamente por un hecho concreto, ni dejar los juicios morales en manos de
una turba enfurecida con horcas y antorchas.
Aunque, como persona de pueblo, las turbas enfurecidas
con horcas y antorchas siempre tienen mi aprobación.
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