Empecemos con un poco de clickbait: ¡EL NÚMERO 3 TE SORPRENDERÁ!
El ser humano, durante toda la Historia, ha estado buscando
razones para partirse la cara a otro ser humano. Cualquier razón ha sido buena:
economía, cultura, religión, aburrimiento… la cosa era calentar el lomo a
alguien. El tener la razón o no tenerla lo decidía el que ganaba, no el que lo
empezaba.
La guerra, a pesar de la idealización a la que se ha
sometido siempre, es algo sucio y horrible en la que puedes (oh, sorpresa)
morir de formas horribles. Y por eso tiene el privilegio de ser el campo en el que empleos más desagradables existen. Simplificando un poco, hasta la Primera Guerra
Mundial, se había visto como un terreno de pruebas en el que los hombres
pasaban a la vida adulta. No había nada como matar a otro fulano para hacerte
sentir más viril y masculino. Si era en combate individual, mejor que mejor.
Esto último no lo digo yo, lo dice la tradición militar
desde el año catapum. El boxeo y los combates arbitrados no son más que una
representación de esa lucha (pactada y con unas reglas determinadas) que
permiten a los dos contrincantes medir sus fuerzas en un entorno controlado. Y
no tenemos que irnos a la Grecia Clásica para ver estos comportamientos: aldeas
del Tercer Mundo, que aun han podido mantener sus tradiciones tribales sin
demasiada interferencia de la globalización, tienen rituales de paso a la vida
adulta en los que la lucha está involucrada de alguna u otra forma.
Pero esto acabó con la Primera Guerra Mundial. Un tío con
una ametralladora podía cepillarse a un buen puñado de contrincantes en un
abrir y cerrar de ojos. Un bombardeo de aviación podía destrozarte sin que
llegaras nunca a saber qué estaba pasando.
El caballero medieval, cumbre de la pirámide social feudal. Su trabajo, pese a pertenecer al mundo militar, no se puede considerar un "trabajo de mierda".
Puede que a estas alturas te estés preguntando por qué te
estoy contando esta chapa. Y es que los trabajos de mierda en el ejército
surgen, sobre todo, con la especialización nacida del siglo XX. Hasta entonces
los ejércitos eran más sencillos: había un poco de artillería, unos cuantos de
caballería y estaba el resto, que era infantería. Si eras un caballero medieval
podrías pensar que un soldado a pie era puta mierda, pero si eras un campesino
costroso, a lo mejor la idea de llevar un escudo y una lanza te parecía el
punto álgido del glamour militar.
Por eso voy a centrarme en los roles militares que,
objetivamente, tienen más posibilidades de que digamos “joder, yo ni loco me
apuntaría a eso”.
Madre mía, y esto era solamente la introducción.
Vamos a empezar por el que contradice todo lo que he escrito
porque pertenece a la Edad Antigua: el remero de galeras. Olvidaos de las
regatas de piraguas entre estirados pijos del Club Náutico, los remeros de los
barcos de la Antigüedad eran casi siempre esclavos. Sometidos a un trabajo
físico agotador e ingrato, poca gente aceptaría ese puesto de trabajo. Aunque
los barcos no iban perpetuamente con los galeotes remando (para eso existían
las velas) si que era común utilizarlos cuando se quería avanzar más deprisa o no
se tenía el viento a favor.
No parece tan malo ¿no? Quiero decir, el legionario romano
medio también tenía muchas posibilidades de acabar bocarriba destripado en un
oscuro bosque germano, y no veo a nadie quejándose. El problema de los remeros
de galeras es que raramente sus patrones se paraban a instruirlos en las artes
de natación. Si el barco naufragaba, después de estar agotados de tanto remar
para escapar de una tormenta/piratas y con el barco haciendo aguas, normalmente
se hundían hasta el fondo.
Remeros de las galeras ¡Ahora untados en aceite para satisfacer sus filias mas inconfesables!
Y ahora, a la Primera Guerra Mundial.
Empecemos por lo clásico y evidente. El soldado de a pie con
lanzallamas. Sabéis que la guerra de trincheras es el Chikipark de los
francotiradores y las ametralladoras. Ahora imagínate que a los peligros típicos
de ese entorno, hay que sumarle una característica especial: llevas en la
espalda una mochila repleta de un líquido volátil. Por lo menos tu ejército
tenía la decencia de ponerte la diana a la espalda, y no en el pecho.
En el momento en el que el ejército enemigo distinguía un
operador de lanzallamas (cosa que no era difícil porque no muchos soldados
tienen el don natural de escupir lenguas de fuego), el pobre desgraciado se
convertía primero en un imán de disparos, luego en una bola de fuego y
finalmente en un montón de ceniza.
Adivinad quién de estos cuatro muchachos es básicamente una skin muy elaborada del típico bidón explosivo rojo.
Si el fuego no te llama demasiado, la Primera Guerra Mundial
también tenía agua, debido a que fue el primer conflicto en el que se usaron
activamente los submarinos militares. Los primeros submarinos no estaban
demasiado pulidos en su diseño, y eran una especie de lata grande que se movía
por debajo del agua.
La tripulación del submarino tenía que convivir con espacios
estrechos, tubos por todas partes y munición sin detonar. Dentro todo el mundo
sabía que una fuga de agua o un fallo en el motor significaban irse al fondo
del mar y morir en la más completa oscuridad sabiendo que nadie iba a ir a
rescatarte. Porque, simplemente, no había la tecnología para sacar a la gente
del fondo del mar.
Interior de un submarino alemán de la Primera Guerra Mundial. Anunciado en Idealista como "intimo, coqueto y acogedor".
Vale, no te mola el fuego y tampoco quieres morir ahogado.
Tenemos justo lo que quieres, un puesto con mucho aire libre, sin nada sobre tu
cabeza: artillero en la cubierta de un zeppelin. Un puesto manejando las armas
de la cubierta superior significaba que tenías que ibas a tener poco oxígeno
que respirar, mucho frío que pasar y suficiente viento como para saciarte toda
la vida. Por supuesto, con un equipamiento mínimo, porque la guerra aérea aún
no se había desarrollado lo suficiente.
Pero espera, hay más. Ahora imagina que el zeppelin en el
que estás ha sido impactado y está envuelto en llamas. Puedes elegir entre
bajar por dónde has subido y atravesar todos los compartimentos de gas
envueltos en llamas o lanzarte por la borda, recorrer el trozo de tela envuelta
en llamas del lateral y finalmente caer al vacío. En cualquiera de los dos
casos tengo una mala noticia para ti: los paracaídas, durante toda la contienda,
brillaron por su ausencia.
Hans y Dieter sentados en los que básicamente es una hoguera volante muy grande que aun no se ha encendido.
Y entremos en la Segunda Guerra Mundial: los rusos sí que
sabían cómo hacerte sentir uno más. Uno más de “la masa”, quiero decir. Pero si
ya de por sí las posibilidades de supervivencia del soldado de infantería
normal soviético eran bajillas, los batallones penales eran top quality en
cuanto a trabajo de mierda. ¿Armas viejas? Claro ¿Equipo obsoleto? Por supuesto
¿Misiones suicidas? Todas las que me den.
Pongamos que has dicho que Stalin tenía el culo gordo y un
comisario te había oído… ay, amigo, el batallón penal te recibe con los brazos
abiertos. El batallón penal se encargaba de limpiar los campos de minas e
inutilizar las posiciones fortificadas enemigas con los propios miembros del
batallón penal. Las posibilidades de supervivencia eran mínimas, pero gracias a
la guerra, si sobrevivías, siempre había nuevos campos de minas o búnkeres enemigos
que visitar.
Aunque mis batallones penales preferidos llevan fusiles láser.
Y el colofón final llega directamente de los años 60. El
vietcong no eran más que un montón de agricultores que habían abandonado los
arrozales y habían pedido armas a la URSS. Pero, amigo mío, el vietcong sabía incordiar
bien a los americanos. Las bases norvietnamitas no solían estar en la
superficie, donde los americanos tenían superioridad con sus helicópteros y
aviones deseosos de rociar de napalm la selva, los norvietmanitas preferían
construir sus bases bajo tierra. Y aquí es donde entran en juego los
limpiadores de túneles.
Enhorabuena soldado McDonald, has localizado una base
enemiga, ahora te toca entrar a limpiarla. No esperes túneles amplios y piensa
más en claustrofóbicas ratoneras subterráneas con altas posibilidades de
derrumbarse y sin ninguna posibilidad de darte la vuelta. Por no hablar de los
soldados enemigos que te estarán esperando, pero no te preocupes, que me han
dicho que por esos túneles sólo cabe un hombre delgado, después de todo, los vietnamitas con chiquitillos. Adelante, te estaremos
animando desde fuera.
Loan Bian Phuong, campeón vietnamita de escondite en las olimpiadas del 72.
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