Corría el año 1939 y España había salido de su particular
guerra civil. Tres años habían dado para mucho y grandes extensiones de tierra
habían quedado arrasadas o vaciadas de población. Si España estaba atrasada
varias casillas respecto a Europa en el Gran Juego de la Civilización, la
Guerra Civil directamente le había hecho que el resto de países nos pusieran
las instrucciones en las manos y nos dijeran “léete esto otra vez y dentro de
un rato pones la ficha en la casilla de salida”.
Las grandes batallas de la Guerra Civil se habían combatido
en campo abierto. La toma de núcleos urbanos como Teruel o Belchite realmente
eran partes mas pequeñas de un plan que se decidía en las grandes amplitudes.
Con tanques y soldados por todos lados, era normal que el medio rural estuviera
un poco abandonado.
Pero eso se tradujo en baja producción agrícola y hambrunas,
porque apenas había nadie cultivando alimentos. Lo más recordado son las famosas
cartillas de racionamiento, pero menos conocido es un auténtico intento de
hacer parecer guay el campo, para intentar trasvasar la población urbana al
medio rural. El problema es que, por mucha propaganda descarada que hagas, no
es guay trabajar de sol a sol.
El franquismo intentó desesperadamente hacer atractivo el
campo. El Servicio Nacional de Regiones Devastadas trató de levantar pueblos
sencillos y modernos, adoptados simbólicamente por Francisco Franco. La
propaganda intentó que la decisión fuera fácil: ¿Dónde prefieres vivir, en un
piso de mierda en el centro de Madrid (con vecinos que probablemente eran rojos
en 1936 y se quieren comer a tus niños) o en un flamante adosado (con corral
con capacidad para seis gallinas) en Miravete del Secarral, pueblo
recientemente apadrinado por nuestro invicto Caudillo, que nunca pasará de moda?
El caso, lo de los pinos.
Éxito, lo que se dice éxito, tuvo moderado. Hubo gente que
se marchó al campo, pero tampoco se alivió la situación demasiado. El Frente de
Juventudes dijo “apártate, que voy a probar yo, que esto hay que inculcarlo de
crío”. Así que, de alguna forma, se encontró la excusa para justificar un
cuidado de la naturaleza, planteando la repoblación como un problema espiritual
de la nación que exigía un sacrificio en beneficio del futuro de los jóvenes.
Literalmente se les pedía que plantaran árboles ahora, para que los niños
nacional-sindicalistas del futuro los pudieran disfrutar.
Además de educación física y moral, ahora los niños tenían
salían de las colonias del Frente de Juventudes con un B2 en manejo de la pala.
Y se repobló sin talento, como si regalaran los árboles, porque el pino era
barato y crecía en cualquier parte sin demasiados cuidados. Podías plantar un
pino y volver diez años después, y raro sería que te lo encontraras muerto.
Pero no solamente de mano de obra infantil se pobló el
monte. La gran cantidad de gente sin trabajo hacía que encontrar hombres dispuestos
a trabajar por un techo (y algo de pan) fuera muy fácil. Y luego estaban los que
realmente creían que estaban repoblando árboles para restaurar alguna gloria
imperial, dándose preciosos casos de falangistas con sus camisas oscuras
picando a lomo caliente, entusiasmados, lo que ya proponía Patrimonio Forestal
del Estado en su creación en otoño de 1935.
Se repoblaron muchos montes que habían sido campos de
batalla y la parte buena era que los cráteres de las bombas te ahorraban el
tener que hacer un agujero para plantar el arbolito. La parte mala es que podía
haber aun bombas sin explotar por la zona. Y que te explote una bomba en la
cara puede ser bastante perjudicial para la salud.
La idea era buena: con arbolado sujetando la tierra reseca
de España, aunque fueran simples pinos, se evitaba la desertización, la erosión
del suelo y las temidas avenidas de agua de los barrancos. En la práctica,
estabas llenando el monte de pino carrasco, una especie vegetal que básicamente
es un bidón de gasolina con hojas.
Por eso, cada vez que llegue el verano y digan que se han quemado tantas hectáreas de monte, recuerda a Franco y
su repoblación con pinos altamente inflamables.
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