A nadie le sorprenderá si le digo que Bielorrusia, tradicionalmente, ha formado parte de Rusia. Su nombre ya lo indica, no quiere engañar a nadie.
Hasta el colapso de la Unión Soviética, Bielorrusia había
sido una república socialista más (un país satélite de Moscú, vamos). Después
de la Segunda Guerra Mundial, Bielorrusia había quedado tan hecha mierda que no
fue difícil colonizar el país, que había perdido más de un cuarto de su
población en la contienda, con rusos de toda la vida. De esos que se sientan
raro y visten chándal Adidas de dudoso origen.
En 1990 la República Socialista Soviética de Bielorrusia se
declaraba país soberano y acortaba su nombre a, simplemente, “República de Bielorrusia”.
Y a los cuatro años, cuando parecía que ya le habían cogido el truco a eso de
ser independientes, pensaron que era buen momento para elegir presidente que
mandara en el terruño.
Tremendo error.
Desde 1994 Aleksandr Lukashenko ha estado al mando de la República de Bielorrusia, lo cual nos pone de manifiesto, gracias a operaciones matemáticas básicas, que el bueno de Lukashenko lleva la friolera de veinticuatro (24) años en el poder de forma continuada. El caso es que Lukashenko salvó Bielorrusia del colapso económico que experimentaron otros países después de que la URSS se disolviera, y eso le hizo ganar puntos a ojos de la población.
Con el beneplácito de gran parte de sus ciudadanos,
aprovechando que era un personaje muy popular, se aseguró en el poder. Uno de
los pasos más básicos para todo dictador que intente perpetuarse y, como todos
los que me conocen ya saben, estoy muy a favor de las dictaduras paternalistas
de gusto clásico, así que por mí no hay problema al respecto.
El regusto dictatorial no gustó demasiado a la Unión Europea, que nunca ha tenido ninguna dictadura entre sus países miembros. Rusia tampoco estaba demasiado cómoda con su antiguo títere, envueltos los dos países en una especie de relación turbulenta de amor-odio digna de telenovela de sobremesa. Además, para presionar, Lukashenko expulsó del país a varios diplomáticos occidentales (y al diplomático japonés). ¿La solución? Hacerse amiguísimo de los países raros de los que nadie quería hacerse amigo. Irak, Irán, Yugoslavia…
Lo cierto es que Lukashenko no ha podido escapar de la
controversia. Todas las elecciones las ha ganado con un porcentaje
ridículamente alto de votos y opacidad, lo que levanta muchas sospechas sobre
lo limpias que han sido las votaciones. El reformar la constitución a su favor
para blindarse en la poltrona tampoco ha ayudado mucho a quitarse el sambenito.
Y lo de encarcelar a sus oponentes políticos ya tal.
Sin embargo, hay muchos aspectos que sitúan a Lukashenko en el espectro de dictador que me gusta. Sus declaraciones acerca de la pandemia de coronavirus fueron que el bicho se curaba con una copa de vodka, sauna y trabajo con el tractor en el campo. Cuando el ministro alemán de Exteriores, Guido Westerwelle (que es gay), le llamó “el último dictador de Europa” Lukashenko le respondió que “es mejor ser dictador que ser gay”, ganando el galardón internacional a gobernante autoritario chusco.
Pero claro, a Occidente no le parece bien que Aleksandr
Lukashenko lleve 24 años al mando de un país, y que esté sin frenos. Sin frenos
Lukashenko, no el país, el país va bien. Porque, esperad un momento. Vale,
acabo de comprobarlo con Wikipedia y Ángela Merkel solo lleva 15 años como
canciller de Alemania. Sospecha descartada, es democracia verdadera.
Pero, a modo de conclusión: Lukashenko dictador de los que
ya no quedan. Hay que protegerlo para que no se extinga.
Gracias por leerme y recuerden: Voten a Lukashenko o Lukashenko
votará por él.
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