El otro día el señor Aritz López Arrúe me preguntaba
con curiosidad si había ya hablado del Revigator en el blog. Podría indignarme
y pensar que un fan de verdad lo habría sabido al momento, pero soy
comprensivo. Obviamente, y sin una wiki de referencia, es normal perderse en
las cientos de entradas que he ido escribiendo en el blog a lo largo de… ¿siete
años?
Ay, Dios mío…
Imaginad un recipiente que contenía uranio y radio, en
el que tenías que echar agua durante la noche y bebértela por la mañana para
hecho un toro. La versión que brilla en la oscuridad del clásico vasito de agua
en la mesilla. Si os escandalizaba, deciros que análisis con aparatos modernos
encontraron trazas de cosas tan sabrosas y saludables como el arsénico, plomo o
vanadio. El pack completo para ser la viva imagen de una salud a prueba de
bombas.
"A prueba de bombas" y estamos hablando de cachivaches nucleares ¿lo pilláis? ¿eh? bah, es humor demasiado inteligente para vosotros.
El caso es que el Revigator no es más que un aspecto
de la ingenua creencia sobre los poderes curativos de la radiación que había a
principios del siglo XX. Porque no hay nada como el total desconocimiento de
algo para romantizar ese algo*. Especialmente antes de que el material nuclear
hiciera chiquilladas en Hiroshima y Nagasaki, el ciudadano de a pie no sabía
qué diantres era la radiación ni cómo funcionaba. Ni le interesaba.
Por eso se atribuían poderes curativos, que supongo
que no hace falta que tenga que desmentir, porque el Revigator tenía tanta tasa
de efectividad como el poder curar la homosexualidad con la oración. Pero eran
los principios del siglo XX y había comenzado la “Era Atómica”, una época en la
que las esperanzas y el optimismo sobre la radiactividad solo eran superadas
por el desconocimiento.
No, joder, NO.
Expertos y analistas vieron en la energía nuclear la
energía del futuro. Mucho más limpia que los combustibles fósiles. Una visión utópica
en la que la energía nuclear sería capaz de convertir en vergeles los desiertos
y en la que un coche no tendría que repostar más que una vez al año. La tecnología
que se necesitaba para convertir a la Tierra en una utopía en la que todos sonreiríamos
felices.
La imaginación de la gente empezó a fantasear con lo
nuclear, y los sueños eran realmente húmedos: que si viajar al espacio, que si
calentar ciudades, habitar los polos ¡empezar cirugía nuclear!... Claro que aún
no había llegado el listo que vio potencial armamentístico a la energía nuclear
y pensó que si podía hacer todo eso, también podría destruirlo. Por ahora era “nuestro
amigo el átomo”.
Todo eso es excusable, después de todo aun faltaban
muchas décadas para que se estrenara Chernobyl en Netflix y nos concienciara a
todos de lo malo que es la relación para un cuerpo blandito e indefenso como es
el cuerpo humano. ¿Qué podía hacer la radioactividad sino curarnos y darnos
mutaciones? Pero mutaciones chulas, como superfuerza o supervelocidad, nada de
leucemia y cosas deprimentes.
La radiación y sus maravilloso efectos beneficiosos para los seres vivos.
Pero llegó la Guerra Fría, y los rusos echaron mano a
sus propias armas nucleares. Lo que en la propaganda había sido hasta ahora “todo
rico, todo bueno” empezó a ser “todo rico, todo bueno, PERO puede tener estos
efectos secundarios en manos de bolcheviques”. Seguido de una lista de tres
centenares de folios detallando horribles muertes por intoxicación por
radiación.
Fue entonces cuando la gente empezó a pensar que la
radiación tambien podía crear cosas malas como, no sé, Godzilla. O el Fallout76.
*Mi abogado me obliga a mencionar que el
desconocimiento de algo también puede llevar a cosas que se van de las manos,
como quemar a la gente en la hoguera por decir nosequé del Sol.
¿Pero sabes cuántos terrones de azúcar contenía? Exacto, cero. Podías consumirlo con la total libertad y tranquilidad de que no serías señalado y vilipendiado por sinazucar.org
ResponderEliminarMás razón que un santo.
EliminarY además tampoco contenía aceite de palma.