Hubo un tiempo en el que Europa se volvió loca. Una de esas muchas
veces en las que Europa se volvió loca, quiero decir.
¿Y qué pasó esta vez?
Una movida rara de unificaciones, que tanto estaban de moda
en el siglo XIX. Como por ejemplo, la de Italia. Y la culpa es del
nacionalismo, el romanticismo y, en última instancia, la Revolución Francesa
(que es el equivalente del cerdo en Historia, se aprovecha para todo).
La unificación de Italia no fue cosa de una tarde; no fue una
reunión de amiguetes para tomar un vino frizzante y crear una nueva nación
antes de ponerse a cantar como gondoleros. Duró más o menos 50 años y se le
conoció como “il Risorgimento”, una especie de respuesta a la necesidad que
tenía la gente en el siglo XIX de formar parte de naciones fuertes que pudieran
llevar a cabo ambiciones imperialistas.
Giuseppe Mazzini, gran nacionalista italiano y poseedor de una frente en la que puede aterrizar un boeing 747
A lo que íbamos: el Reino de Saboya, decide que está cansado
de que le hagan rimas y decide que ya no es Saboya. Reino de Piamonte-Cerdeña tampoco
le gusta, es muy largo: ahora quiere ser Italia. El problema es que la península
itálica estaba salpicada de estados que tenían una forma de pensar más cercana
al feudalismo que al pensamiento liberal burgués. Ahí estaban Lombardía (anexionada
a Austria-Hungría), los Estados Pontificios, Piamonte, Parma, Florencia, Dos
Sicilias...
El clima nacionalista se fue calentando en las décadas de
los años 20 y 30 del siglo XIX. Eso no
era nuevo, puesto que esas décadas fueron moviditas para casi cualquier país
europeo: pequeñas revoluciones burguesas surgían por toda la geografía europea
(en el caso español tenemos movidas tan características como Rafael de Riego, el Trienio
Liberal y los Cien Mil Hijos de San Luis frotando la espalda a Fernando VII).
Victor Manuel II, principal impulsor de la unificación italiana. Tenía grandes planes para con su patria y para con su impresionante vello facial
La primera oleada unificadora empezó en 1848 con una guerra
contra Austria para quitarle los territorios de la Lombardía. Aunque
inicialmente empezó bien, al final los austriacos supieron devolverles las
tortas y las cosas no avanzaron demasiado en términos de unificación italiana
se refiere.
¿Pero se rindió Italia? No.
Italia insistió en su sueño de unificar toda... bueno, toda
Italia. El principal enemigo fue Austria (cómo no) y el principal amigo,
Francia. Durante tres años (1859-61) estuvieron tomando y quitándose
territorios ridículos. Es lo que tiene aliarse los dos países más patanes en
cuestiones militares de Europa, Francia e Italia, contra el Imperio Austrohúngaro. Al final no le
salió del todo mal la jugada al reino de Piamonte-Cerdeña: ganó parte de Lombardía,
Parma, Módena, Emilia-Romaña y la Toscana; a cambio tuvo que ceder de mala gana
a Francia los territorios de Saboya y Niza.
Si os hacéis un lío con lo que Italia gana y con lo que Italia pierde, os escaneo mi libro de texto de bachillerato
Por el sur, las cosas iban algo mejor porque Garibaldi
estaba de excursión populista por el Reino de Dos Sicilias. Mientras el norte
de Italia estaba experimentando una industrialización, el sur se mantenía
rural, atrasado y pobre; gobernado por un rey novato, poco querido y con
aspiraciones feudales. Se formaba un cóctel perfecto para que un carismático agitador
querido por la población, como lo era Garibaldi, triunfara.
Garibaldi embarca en 1860 a un montón de voluntarios (la Spedizione dei Mille) en Génova y se los
lleva de turisteo por el sur de Italia. Tras desembarcar en Sicilia y ganar un
par de batallas, Garibaldi estaba ya casi en el palacio real de Nápoles. El
rey de Dos Sicilias, Francisco II, huyó rápidamente a los Estados Papales. Garibaldi se
proclamaba como dictador, trasteaba un poco con su reino recién conquistado y
más tarde lo cedía a Víctor Manuel II para que formara Italia.
Aún no estaba toda la península itálica conquistada, pero sí una parte aceptable como para proclamar el reino de Italia. Así que Víctor
Manuel II dijo que si, que se podía formar ya Italia un 18 de febrero de 1861,
que ya se cogerían las migajas que quedaran en un hipotético futuro. Quedaba
Roma en poder del Papa y el Véneto, en poder de los austriacos, pero eran
minucias. Adelante con Italia.
Papá Noel en su traje de verano, sosteniendo una bandera italiana. O también puede ser Garibaldi. No estoy seguro
En 1866 volvió a la carga, esta vez aliada con Prusia para
dar de bofetadas a Austria porque ambos estados veían como el imperio
Austrohúngaro se interponía ante sus respectivas unificaciones. Italia no es
que hiciera demasiado, y sufrió considerables derrotas antes los austriacos,
pero Prusia hizo de “hermano mayor” y ganó las batallas contra Austria por los
dos países. Al fin se conseguía el Véneto y Víctor Manuel podía entrar triunfal
en Venecia (aunque la aportación italiana hubiera sido como para esconderse en
lo más profundo de San Marcos).
Roma, la Ciudad Eterna, se conquistó como por descuido, como
quien no quiere la cosa. Cuando comenzó la guerra franco-prusiana, Napoleón III
llamó a las tropas francesas que protegían al Papa. Las tropas italianas
marcharon despacio, dando tiempo a que el Papa les ofreciera sus territorios de
forma cortés, como quien ofrece un vaso de agua a los invitados, pero no
ocurrió. Tuvieron que asediar y conquistar la ciudad de Roma. Nada más y nada
menos que 49 soldados italianos y 19 guardias papales murieron. Y espero que
alguno se hiciera el muerto para dar dramatismo a la conquista más patética de
la historia.
No me gustaría acabar sin destacar lo que voy a decir. En la conquista de Roma combatieron 50.000 soldados italianos contra 13.157 soldados papales. Hubo 68 muertos en total, lo cual hace que muriera 1 soldado de cada 1.000 (mas o menos). He dado clase en aulas más sangrientas y conflictivas.
Sin embargo, así de heroico es como lo ven los pintores románticos italianos:
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