Todo este tema de la invasión de Ucrania me recuerda a
lo que vivió la Unión Soviética en Afganistán. Apartémonos en el espacio y en el tiempo para hablar de tensiones políticas, peticiones
de ayuda, invasiones “de socorro” y todas esas cosas, pero en otro espacio y en otro tiempo. Por favor.
Durante la Guerra Fría, si pertenecías al Movimiento
de Países No Alineados y llamabas la atención, tenías muchas posibilidades de
acabar muerto. Los ejecutores eran variados: un comando de la CIA, un comando
de la KGB, partidarios locales exaltados de la superpotencia A, partidarios locales
exaltados de la superpotencia B… las posibilidades y combinaciones eran casi
infinitas.
El caso es que Afganistán en la década de los años
setenta, como muchos otros países, estaban viviendo un pequeño coqueteo con la
idea de acelerar el progreso de un país mediante una revolución. No una
revolución bolchevique, pero una revolución que aligerara las reformas, que estaban
siendo demasiado lentas. Y pese a las diferencias ideológicas, la Unión
Soviética le dijo a Afganistán “chaval, ha venido el experto en revoluciones,
¿qué necesitas?”.
Antes de que los soviéticos entraran en Afganistán hay de todo: asesinatos normales y corrientes, golpes de estado, asesinatos de opositores, manifestaciones violentas, asesinatos de opositores de los opositores, atentados y, por supuesto, magnicidios políticos. Todo ello mezclado en un contexto político en el que el partido gobernante (el Partido Democrático Popular de Afganistán) estaba polarizado en torno a las figuras de dos políticos enfrentados: Muhammad Taraki (pro-soviético) y Hafizullah Amín (más moderado).
La verdad es que, las reformas que Taraki impuso al
país, incluían prohibir el cultivo del opio, fomentar un laicismo estatal y hacer
cosas de rojos (como legalizar los sindicatos, establecer un salario mínimo o fomentar
la igualdad entre hombre y mujer). Obviamente, esto no gustó a los sectores
tradicionalistas y fundamentalistas religiosos, que se opusieron con toda su
fuerza a las reformas. Y por ello, necesitaron ser duramente reprimidos para
que se dieran cuenta que no podían oponerse al progreso™.
La Unión Soviética, veía todo esto desde el burladero pensando “buah, menuda liada”. Y resulta que Amín da un golpe de estado contra Taraki y se proclama presidente. El muchacho duró algo más de cien días, y se ganó la enemistad de casi todos, purgando a los partidarios de Taraki y acercándose a la órbita de Estados Unidos, cosa que metió miedo a la URSS.
El Consejo Revolucionario pidió ayuda al Soviet Supremo,
porque estaban hartos de Amín, y los soviéticos responden con un comando de
fuerzas especiales que liquidan a Amín. Es el 27 de diciembre de 1979, las
fuerzas armadas rusas cruzan la frontera para responder a la llamada de ayuda
del Consejo Revolucionario. Y ya estaba liada la cosa durante diez añazos (que
se dice pronto).
De 1979 a 1989 la URSS sufrió una guerra de guerrillas sin clemencia. Unidades del ejército afgano desertaron y se pasaron a las filas de los muyahidines. Mantener esa guerra de baja intensidad en Afganistán agotó recursos materiales y económicos a una URSS ya más que cansada de la Guerra Fría, y terminó acelerando su propia caída.
¿Y sabéis que es lo peor de todo? que el Partido Democrático Popular de Afganistán se mantuvo en el poder hasta 1992, los muy pillos. Luego llegaron los talibanes, y ya sabéis el resto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario