Cuando hablamos de “imperio colonial” inmediatamente nos viene a la mente España o Inglaterra, países que controlaron grandes porciones de tierra en los cinco continentes y que, bueno, se comportaron como se comportaron con la mentalidad del momento. Y la opinión pública ha bebido de esa propaganda. Ya sabéis, “devolvednos el oro” y todo eso.
Y mientras todos
los países señalan acusadores a los grandes colonizadores, Bélgica mira desde
un rincón, con un sudor frío recorriéndole la espalda y actitud nerviosa.
Pero para saber cómo
empezó todo, tenemos que remontarnos a 1885, durante la Conferencia de Berlín.
Básicamente la Conferencia de Berlín fue el primer día de rebajas, en el que
todo el mundo intenta hacerse con el máximo de cosas en cuento menos tiempo
posible. Pero con negros, y en África.
No se le puede
pedir peras al olmo, y la mentalidad de la época consideraba que los negros
eran intelectualmente niños, que debían ser protegidos por el buen hombre
blanco. La colonización era un acto filantrópico, que llevaba el progreso y la
modernidad a territorios salvajes e inferiores. Al menos esa era la razón oficial,
porque luego Francia, Portugal, Reino Unido, Alemania y bla bla bla hacían lo
que les pasaba por el pitorro.
El caso es que es obvio que la carrera colonial debe regularse, porque una cosa es que los blancos maten negros, y otra muy diferente que los blancos maten a otros blancos. Eso sería barbarie, y llega la Conferencia de Berlín para remediarlo. Allí confirmaron a Leopoldo II como controlador de una parte del Congo.
Resulta que
Bélgica, país pequeñito que se había independizado de los Países Bajos, no era
muy partidaria de la colonización. Así que Leopoldo fundó la Asociación
Internacional del Congo y firmó tratados con los caudillos locales para ceder sus
tierras y derechos a la Asociación Internacional del Congo. Así podía quedar
como un filántropo con sus homólogos europeos.
El Estado Libre del
Congo, como así se llamó el territorio de Leopoldo II, se convirtió en una
enorme explotación de materias primas de miles de kilómetros cuadrados. Las
tierra se repartió entre monopolios empresariales, zonas administradas por funcionarios
y lo que vamos a denominar “reserva especial Leopoldo II para cuestiones
filantrópicas que no hay que preguntar”.
Tranquilos, no os pongáis nerviosos, ahora comenzamos con los crímenes de lesa humanidad.
En primer lugar,
como no había población blanca suficiente para controlar a los habitantes
locales, Leopoldo contrata mercenarios y crea la Force Publique. Oficiales
blancos y prescindibles soldados indígenas que muchas veces eran secuestrados y
forzados a servir. A nadie le sorprenderá que eran usados para sofocar rebeliones
con crueldad en cantidades industriales.
Los campos de
cultivo, poco lucrativos y de una economía de subsistencia, fueron sustituidos
por explotaciones comerciales que primero potenciaron la caza de elefantes para
obtener marfil. Luego, cuando empezaron a aparecer los primeros coches, el
caucho fue la exportación estrella del Estado Libre del Congo. La mala nutrición,
sumado al autentico desprecio por la integridad física de los indígenas, hizo
que las enfermedades camparan a sus anchas.
Amputaciones (especialmente de manos), torturas, secuestros, toma de rehenes y otras actividades feas… Leopoldo invertía parte de su fortuna en sobornar y acallar a políticos y periodistas, y que no se le acabara el cortijo. Finalmente la verdad salió a la luz y fue difícil disimularla: se estima que, entre unas cosas y otras, la población congoleña había caído a la mitad respecto a antes de que vinieran los europeos.
Y frente a eso,
Leopoldo hizo lo único que podía hacer: ceder a regañadientes el Congo a la
nación de Bélgica, y exigir una compensación económica desorbitada en concepto
de sus esfuerzos civilizadores. Compensación que se pagó hasta el último
céntimo, aunque Leopoldo la palmara al año siguiente.
Y la nueva
administración belga siguió haciendo lo mismo.
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