Bienvenidos, queridos lectores, a la historia de terror de
la Noche de Ánimas, si bien espero que esto se lea la madrugada del 1 al 2 de
noviembre para que tenga el efecto deseado, una semana en la que el formato es distingo: no hay fotos con chistes, y hay algo más de texto que de costumbre. Acercaos a la luz de las velas e
ignorad los ruidos que provienen del piso de arriba. Probablemente sea
solamente el viento.
Esta semana vamos con una historia de aventuras, terror,
intoxicación por plomo, canibalismo y agonía en el siglo XIX*. Esta semana os
contaré la historia del HMS Erebus y del HMS Terror. Bienvenidos al episodio
especial asustante.
A mediados del siglo XIX, los ingleses querían descubrir el
paso del noroeste para evitar tener que bordear Argentina y sus jugosas,
jugosas, Malvinas. Así que cogieron un par de barcos tochos, se los dieron al
veterano capitán sir John Franklin, los llenaron de marineros (129, en
concreto) y tiraron para arriba una vez llegaron a las costas de Groenlandia.
El problema es que entraron en la parte del Ártico que cae
en la vertiente atlántica, pero los años pasaron y nunca llegaron a salir por
la parte que tocaba del Océano Pacífico, para gran ofensa de los esforzados
operarios victorianos que estaban montando la fiesta de bienvenida en la línea
de llegada. Este comportamiento, nada educado por parte de un gentleman inglés,
hizo que se dispararan todas las alarmas.
Tanto el Erebus como el Terror eran barcos especializados y totalmente modernos para la época. Tenían máquinas a vapor y los últimos avances para adentrarse en climas inhóspitos: calefacción para que los marineros no se murieran de frío, refuerzos de metal para que los icebergs se clavaran en el casco del barco, hélices reforzadas para evitar que el hielo las hiciera trizas… en fin, que estaban preparados para internarse en un clima que los quería requetemuertos.
Zarparon de Inglaterra el 19 de mayo de 1845. La última
noticia que se tiene de los dos barcos es que un barco ballenero los avistó en
agosto mientras esperaban una mejor climatología con la que empezar su viaje en
el Estrecho de Lancaster, a la izquierda de Groenlandia. Y ya no se sabe nada
del destino de la expedición, el resto de información viene dada por la
arqueología. Así que ya os imagináis que todo salió horriblemente mal.
¿Cómo de mal? Ya lo he dicho, HORRIBLEMENTE mal.
Tres años después, en 1848, la preocupación del Almirantazgo
británico financió varias expediciones de rescate: una por tierra, una por
donde entraron los barcos y otra por donde se supone que tenían que salir. No
tuvieron éxito. En 1950, después de ofrecer recompensas, unos aventureros
encontraron tres tumbas en la isla Beechey, que no os dirá nada pero podéis
buscarla en Google para saber que es un poco de nada que sobresale en medio de
la nada.
Las tumbas eran de John Torrington, John Hartnell, y William
Braine, tres miembros de la expedición. Los estudios forenses posteriores nos
dicen las causas de la muerte, porque los cadáveres se conservaron
perfectamente en la nevera natural que es el permafrost: neumonía y tuberculosis,
pero con bastante sufrimiento físico y mental porque presentaban un
envenenamiento grave por plomo.
Resulta que el sistema de calderas del barco era compartido,
y el agua potable se contaminó con los conductos de plomo dando un saborcillo
especial que mezclaba metal y locura a partes iguales. Además, las latas de
comida estaban hechas de manera bastante chapucera y el sellamiento (que se
hacía en la época con plomo) chorreó dentro de la lata, contaminando la comida porque la mano de obra barata victoriana es lo que tiene.
Cada vez que comías o bebías, te estabas metiendo un chute de plomo como para
impedir hacerte radiografías, por lo que no es de extrañar que las pruebas
forenses hallaran en los tejidos diez veces la concentración normal de plomo en
una persona sana.
Unos años después, a un iluminado se le ocurrió preguntar a
la población de inuits, que para eso eran los habitantes locales aunque no
fueran hombres blancos occidentales que bebían té a las cinco. La respuesta
debió ser algo así como “ah, sí, ahí atrás la palmaron un buen montón y se comieron
entre ellos” y seguidamente añadieron “¿os interesa comprar estos souvenirs que
saqueamos de su barco y de sus cadáveres?”. Ah, el siglo XIX, lleno de
inmorales tratos comerciales.
Pero resulta que sí, que los inuits debían de tener algo de
razón, porque algunos cubiertos de plata tenían los nombres de sus propietarios
grabados para que no los mangaran. Movidas victorianas, supongo. Aun así, los
británicos se negaron a creer que se habían comido entre ellos, porque es una
actitud muy poco british y civilizada. Pese a todo, el Almirantazgo se sacudió
las manos y dijo “chavalotes, están todos muertos, ¿quién se apunta a una buena
sesión de balconing?”. Las siguientes expediciones se pagarían del bolsillo de
los interesados.
En 1859 un explorador encontró un papel en el que decía que
a principios de 1847 estaban todos bien y estaba firmado en nombre de Sir John Franklin, el
comandante de la expedición. Suspiros aliviados hasta que empezaron a leer lo
que estaba garabateado en los márgenes. En 1848 el Erebus y el Terror llevaban
atrapados en el hielo un año y medio, que los barcos habían sido abandonados
por la tripulación y que dos semanas después de firmar la nota el propio
Franklin había muerto, así como una veintena de personas. Los supervivientes
iban a intentar un viaje al sur a pie.
La expedición también encontró al sur de la posición un
cadáver conservado por el permafrost que era indiscutiblemente miembro de la
tripulación porque aun vestía su traje. Más allá encontraron otros dos
cadáveres en un bote repleto de suministros banales: jabones, sedas, libros…
cosas que ni te calientan ni te dan de comer en mitad del Ártico pero que los
ingleses se negaron a dejar atrás, agotando a los marineros, quemando valiosas
calorías y reduciendo enormemente sus posibilidades de supervivencia. Pero la civilización es la civilización.
En las décadas posteriores, se fueron descubriendo más
campamentos provisionales, más tumbas, más restos, pero ningún superviviente.
Los huesos de los cadáveres muchas veces traían marcas de cuchillos, señal de
que los habían descarnado para aprovechar la carne. Envenenados de plomo,
perdidos y desnutridos, los tripulantes de los dos barcos habían tratado
desesperadamente de volver la civilización, incluso si eso conllevaba comerse a
sus compañeros.
Pero no hay noticias de que ninguno lo consiguiera. En el verano de 2014 se encontró el pecio del HMS Erebus, y en septiembre de 2016 se descubrió la tumba submarina del HMS Terror, pero un gran número de sus tripulantes siguen desaparecidos en el Ártico.
*Como si el siglo XIX no fueran 100 años de agonía ¿sabes?
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