domingo, 1 de noviembre de 2020

Especial Noche de Ánimas: El Terror y el Erebus.

 



Bienvenidos, queridos lectores, a la historia de terror de la Noche de Ánimas, si bien espero que esto se lea la madrugada del 1 al 2 de noviembre para que tenga el efecto deseado, una semana en la que el formato es distingo: no hay fotos con chistes, y hay algo más de texto que de costumbre. Acercaos a la luz de las velas e ignorad los ruidos que provienen del piso de arriba. Probablemente sea solamente el viento.

Esta semana vamos con una historia de aventuras, terror, intoxicación por plomo, canibalismo y agonía en el siglo XIX*. Esta semana os contaré la historia del HMS Erebus y del HMS Terror. Bienvenidos al episodio especial asustante.

A mediados del siglo XIX, los ingleses querían descubrir el paso del noroeste para evitar tener que bordear Argentina y sus jugosas, jugosas, Malvinas. Así que cogieron un par de barcos tochos, se los dieron al veterano capitán sir John Franklin, los llenaron de marineros (129, en concreto) y tiraron para arriba una vez llegaron a las costas de Groenlandia.

El problema es que entraron en la parte del Ártico que cae en la vertiente atlántica, pero los años pasaron y nunca llegaron a salir por la parte que tocaba del Océano Pacífico, para gran ofensa de los esforzados operarios victorianos que estaban montando la fiesta de bienvenida en la línea de llegada. Este comportamiento, nada educado por parte de un gentleman inglés, hizo que se dispararan todas las alarmas.

Tanto el Erebus como el Terror eran barcos especializados y totalmente modernos para la época. Tenían máquinas a vapor y los últimos avances para adentrarse en climas inhóspitos: calefacción para que los marineros no se murieran de frío, refuerzos de metal para que los icebergs se clavaran en el casco del barco, hélices reforzadas para evitar que el hielo las hiciera trizas… en fin, que estaban preparados para internarse en un clima que los quería requetemuertos.

Zarparon de Inglaterra el 19 de mayo de 1845. La última noticia que se tiene de los dos barcos es que un barco ballenero los avistó en agosto mientras esperaban una mejor climatología con la que empezar su viaje en el Estrecho de Lancaster, a la izquierda de Groenlandia. Y ya no se sabe nada del destino de la expedición, el resto de información viene dada por la arqueología. Así que ya os imagináis que todo salió horriblemente mal.

¿Cómo de mal? Ya lo he dicho, HORRIBLEMENTE mal.

Tres años después, en 1848, la preocupación del Almirantazgo británico financió varias expediciones de rescate: una por tierra, una por donde entraron los barcos y otra por donde se supone que tenían que salir. No tuvieron éxito. En 1950, después de ofrecer recompensas, unos aventureros encontraron tres tumbas en la isla Beechey, que no os dirá nada pero podéis buscarla en Google para saber que es un poco de nada que sobresale en medio de la nada.

Las tumbas eran de John Torrington, John Hartnell, y William Braine, tres miembros de la expedición. Los estudios forenses posteriores nos dicen las causas de la muerte, porque los cadáveres se conservaron perfectamente en la nevera natural que es el permafrost: neumonía y tuberculosis, pero con bastante sufrimiento físico y mental porque presentaban un envenenamiento grave por plomo.

Resulta que el sistema de calderas del barco era compartido, y el agua potable se contaminó con los conductos de plomo dando un saborcillo especial que mezclaba metal y locura a partes iguales. Además, las latas de comida estaban hechas de manera bastante chapucera y el sellamiento (que se hacía en la época con plomo) chorreó dentro de la lata, contaminando la comida porque la mano de obra barata victoriana es lo que tiene. Cada vez que comías o bebías, te estabas metiendo un chute de plomo como para impedir hacerte radiografías, por lo que no es de extrañar que las pruebas forenses hallaran en los tejidos diez veces la concentración normal de plomo en una persona sana.

Unos años después, a un iluminado se le ocurrió preguntar a la población de inuits, que para eso eran los habitantes locales aunque no fueran hombres blancos occidentales que bebían té a las cinco. La respuesta debió ser algo así como “ah, sí, ahí atrás la palmaron un buen montón y se comieron entre ellos” y seguidamente añadieron “¿os interesa comprar estos souvenirs que saqueamos de su barco y de sus cadáveres?”. Ah, el siglo XIX, lleno de inmorales tratos comerciales.

Pero resulta que sí, que los inuits debían de tener algo de razón, porque algunos cubiertos de plata tenían los nombres de sus propietarios grabados para que no los mangaran. Movidas victorianas, supongo. Aun así, los británicos se negaron a creer que se habían comido entre ellos, porque es una actitud muy poco british y civilizada. Pese a todo, el Almirantazgo se sacudió las manos y dijo “chavalotes, están todos muertos, ¿quién se apunta a una buena sesión de balconing?”. Las siguientes expediciones se pagarían del bolsillo de los interesados.

En 1859 un explorador encontró un papel en el que decía que a principios de 1847 estaban todos bien y estaba firmado en nombre de Sir John Franklin, el comandante de la expedición. Suspiros aliviados hasta que empezaron a leer lo que estaba garabateado en los márgenes. En 1848 el Erebus y el Terror llevaban atrapados en el hielo un año y medio, que los barcos habían sido abandonados por la tripulación y que dos semanas después de firmar la nota el propio Franklin había muerto, así como una veintena de personas. Los supervivientes iban a intentar un viaje al sur a pie.

La expedición también encontró al sur de la posición un cadáver conservado por el permafrost que era indiscutiblemente miembro de la tripulación porque aun vestía su traje. Más allá encontraron otros dos cadáveres en un bote repleto de suministros banales: jabones, sedas, libros… cosas que ni te calientan ni te dan de comer en mitad del Ártico pero que los ingleses se negaron a dejar atrás, agotando a los marineros, quemando valiosas calorías y reduciendo enormemente sus posibilidades de supervivencia. Pero la civilización es la civilización.

En las décadas posteriores, se fueron descubriendo más campamentos provisionales, más tumbas, más restos, pero ningún superviviente. Los huesos de los cadáveres muchas veces traían marcas de cuchillos, señal de que los habían descarnado para aprovechar la carne. Envenenados de plomo, perdidos y desnutridos, los tripulantes de los dos barcos habían tratado desesperadamente de volver la civilización, incluso si eso conllevaba comerse a sus compañeros.

Pero no hay noticias de que ninguno lo consiguiera. En el verano de 2014 se encontró el pecio del HMS Erebus, y en septiembre de 2016 se descubrió la tumba submarina del HMS Terror, pero un gran número de sus tripulantes siguen desaparecidos en el Ártico.




*Como si el siglo XIX no fueran 100 años de agonía ¿sabes?


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