Hay días regulares, días malos y días como los Idus de
Marzo. En la escala de días de mierda, detrás de los Idus de Marzo sólo está
“ser Polonia el 1 de septiembre de 1939”, para que os hagáis una idea de la
magnitud de absoluta mierda.
Pero para saber qué fueron los Idus de Marzo, primero os
tendría que hablar de Julio César. Si has pensado mentalmente “ah, en EMPERADOR
Julio César” te invito cortésmente a abandonar este blog. Y cuando digo
“cortésmente” significa “con inusitada violencia y baneo de IP”.
En primer lugar, Julio César NUNCA fue Emperador de Roma. A
pesar de que las instituciones republicanas romanas fueran debilitándose con el
tiempo y perdiendo su importancia, el primer emperador como tal fue su sobrino-nieto:
César Augusto. Las cosas claras y el chocolate espeso (y negro como mi
corazón).
Bueno, a lo que íbamos. Julio César.
Julio César utilizaba corona de laurel para disimular las entradas. No le molaba que se le viera el cartón.
Julio César fue un tío todoterreno. Tan pronto te
conquistaba las Galias como se te liga a Cleopatra o te monta una guerra civil
del cagarse. Todo lo hacía bien, desde el principio: su carrera política fue
meteórica, su carrera militar fue imparable, su conciencia cívica era el
orgullo de Roma, era uno de los más socorridos personajes en los comics de
Asterix… vamos, que lo tenía todo.
Cayo Julio César empezó siendo un político muy competente y
famoso en su momento, que pactó con otros dos amigos (Cneo Pompeyo Magno y
Marco Licinio Craso) para repartirse el poder y no abusar de él. Era una
relación difícil porque cada uno se fiaba menos de los otros dos que de un
condón del todo a 100 caducado.
Todo iba más o menos bien hasta que el idiota de Craso se
deja matar durante su chapucera campaña por Persia. Pompeyo y César se quedaron
mirando fijamente el asiento vacío y pensando como sentarse en él sin tener que
levantarse del que ya estaban sentados. Y estalló una guerra civil entre
romanos.
¡Contentemos por igual con esta foto a historiadores y amantes del cómic europeo!
La victoria contra Pompeyo le hizo consolidarse como
dictador absoluto de toda la República Romana. El Senado se apresuró a ganarse
el beneplácito de César haciendo todo lo que les pidiera. Por su parte, César
se quiso ganar a la población romana mediante obras públicas y edificaciones propagandísticas.
De esta forma quedaba asentado firmemente política y socialmente en el poder
absoluto.
César se vino arriba y empezó a comportarse de forma
ególatra. Cosas como no levantarse de la silla ante los senadores, coronar una
estatua suya con cintas blancas (reservadas para la monarquía) o algo tan
escandaloso como llevar sandalias rojas. Entre la plebe corrian rumores sobre
la vuelta de la monarquia y algunas figuras políticas mas lamecu… más cercanas
a César apoyaban abiertamente sus pretensiones monárquicas.
Mientras tanto, César jugaba con la ambigüedad y con el “ay,
qué cosas me dices jijiji” como dos adolescentes ligando. Que le ofrecían una
corona monárquica a César: “huy, que alguien me la quite que yo no la quiero
jijiji”. Que las multitudes le llamaban rey: “huy, seguramente eso debe ser por
la familia de mi mujer, que es la gens Marcci Reges jijijiji”. Dos hostias se tenía
que llevar César por esa mal fingida falsa modestia, DOS HOSTIAS.
Julio César antes de pronunciar sus últimas palabras "Bruto, crack, ¿llevas una daga ahí abajo o es que te alegras de verme?"
Pero lo mismo que acabo de pensar yo lo pensaban un grupo de
romanos. El grupo de conspiradores quedó con él para que leyera unas cosillas
que acaban de escribir. Personalmente espero que en el papel pusiera “JAJAJAJA
AS SIDO DURAMENTE TROLIADO xddddd” y que eso fuera lo último que César leyera
antes de morir.
Era 15 de marzo. La mitad del mes de marzo, día que en el
calendario romano se llamaba “idus”. Ese día César, que había triunfado en
todos los aspectos de su vida, estaba tumbado en las escaleras del propio
Senado Romano pensando en cómo había llegado a eso. Había recibido 23 puñaladas
en todo el cuerpo y había pronunciado las famosas palabras “Tu quoque, Brute,
filii mi?” (¿tú también, hijo mío?). Sus agresores
huyeron y dejaron el cadáver desangrándose en las mismas escaleras.
En uno de sus últimos momentos
de lucidez, César pensó “definitivamente, tuvieron que ser las sandalias rojas”.
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