Los boxers son la prenda íntima más cómoda que puede portar
un hombre, muy por encima de los slips. Los boxers no aprietan demasiado la
entrepierna, al mismo tiempo que aportan una óptima sujeción de la genitalia.
Me informan que el párrafo introductorio es incorrecto
en términos de contexto histórico, porque no nos estábamos refiriendo a los boxers
de ropa interior, sino a chinos cabreados con predisposición a las artes
marciales. Perdonadnos la confusión que pueda haber causado.
Finales del siglo XIX, China. Las potencias
occidentales se reparten los territorios que la Dinastía Quing no podía
controlar con eficacia, especialmente puertos en la costa. Comprenderéis que a
los chinos, especialmente a los más tradicionalistas, no les hacía ni pizca de
gracia esta injerencia extranjera. Aunque no queda ni la décima parte de guay
si digo que todo esto es la enésima disyuntiva entre progreso y tradición.
De ese tradicionalismo surgen sectas semi-religiosas
como la “Yihequan”, que básicamente significa “Los Puños Justos y Armoniosos”,
que para acortar llamaremos “boxers”. Carlistas de ojos rasgados, para que nos
entendamos. Los alegres muchachos chinos veían a los misioneros cristianos con
la misma cara que mira a un negro un militante de VOX. Y poca broma con la
comparación con el carlismo, porque los boxers creían que sus conocimientos en
artes marciales les podían hacer invulnerables a las balas y cañones, muy en la
línea de los detentes carlistas.
Durante un tiempo, los gobiernos legítimos usaron a
estos y a otros tradicionalistas de sectas similares en la pacificación de zonas
con extendido bandidaje. Eran los mercenarios perfectos, hasta que empezaron a
mirar con malos ojos a los occidentales. Una cosa llevó a la otra, las malas
miradas pasaron a los asesinatos y los asesinatos se combatieron con represión,
represión que alentó a más asesinatos. La cosa se fue de las manos en una clásica
espiral de violencia.
Las potencias extranjeras occidentales llevaron a cabo
varias “expediciones de pacificación” que más se ralentizaban cuanto más se
adentraban en el territorio interior, hostigados por rebeldes chinos. Y cada
vez se cabreaban más ante el atrevimiento de los chinos a resistirse a ser
conquistados, aumentando la virulencia de las expediciones punitivas. Y esto
último elevó las tensiones hasta una declaración de guerra a todas las
potencias extranjeras por parte de la emperatriz china.
Muchos de los gobernadores locales se hicieron los suecos
ante la declaración de guerra para evitar que las potencias occidentales “llevaran
el progreso” (guiño-guiño) a sus tierras. Así que lo gordo de verdad se
concentró alrededor de la ciudad imperial de Pekín, donde los delegados de las
potencias extranjeras y la emperatriz china estaban viviendo en el mismo rellano.
Esa rivalidad en el vecindario fue el detonante de una
batalla al barrio de las delegaciones internacionales. Los chinos sitiaron a
los extranjeros, que se atrincheraron bien fuerte en las embajadas durante días
hasta que una columna de rescate apareció para levantar el sitio al mismo
tiempo que la emperatriz china huía de la ciudad disfrazada de pobre.
Cada país acusó a los demás de ser los más crueles y
saqueadores, al mismo tiempo que negaba las acusaciones que hacían sobre él.
China vivió una guerra civil entre partidarios y detractores, en la que los
propios chinos no se quedaron atrás a la hora de matar y desolar los pueblos
que se sospechaban que apoyaban a los boxers.
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