Si no nos
afectaran las leyes del espacio-tiempo, este fin de semana nos podríamos ir a
dar una vuelta a la zona de Ucrania en el siglo XI, y seguramente habría el
mismo follón montado que hay ahora. Porque Ucrania ha sido el patio de atrás (atrás
no tenemos más que un patio, en cuál de atrás) de Europa.
Cuando existía el
Imperio Romano de Oriente, toda la gente de los Países Bálticos y terruños
similares, se bajaba para abajo para poder disfrutar de las soleadas playas del
mediterráneo y sus adinerados reinos costeros. Los Varegos acudían a
Constantinopla y sitios así para ofrecerse como mercenarios y ganar buen
dinero. También existían rutas comerciales en las que se intercambiaban sedas y
especias por pieles, ámbar y cosillas así.
El caso es que,
entre cada uno de los extremos de la ruta comercial, estaba Kiev ahí en medio,
controlando la enorme llanura que es esa parte del mundo hasta que se ve rota
por los Urales y el Cáucaso. Desde Kiev se dominaba Bulgaria y las planicies de
los jázaros, reinos a los que el Rus de Kiev dio fuerte y flojo de una forma que
hasta el Imperio Bizantino empezó a tomarlos en serio y decidir que era mejor
llevarse bien con ellos, antes de cabrearlos y darles razones para crear un
impuesto de aduanas consistente en amenazar con una espada a todo comerciante
que pasara por allí.