Esta semana pongo fin a la trilogía de batallas que
configuraron la Europa occidental: las Navas (1212), Muret (1213) y Bouvines (1214).
Corría el año 1212, un número bonito con una atractiva
simetría, concretamente un lunes 16 de julio. Como todos los lunes, a nadie le
apetecía madrugar para ir a sus respectivos puestos de trabajo (si la tarea de
un siervo feudal puede considerarse “puesto de trabajo”). El tráfico era
especialmente denso en los alrededores de la villa jienense de Santa Elena,
cerca al paso de Despeñaperros, lo que suponía serias dificultades para pasar
de la meseta Castellana a las dehesas andaluzas.
¿Se había puesto de moda el vacacioneo de sol y terracita?
No. Bueno, si, porque puede que para los europeos que habían acudido desde
todas partes de Europa a la llamada de cruzada de Inocencio III sí que les
sedujera más la idea de venir por la Península que cruzar el Mediterráneo a
Tierra Santa.
Y todo esto para que construyan esta aberración arquitectónica de museo conmemorativo.