domingo, 5 de mayo de 2019

Los cuentos tradicionales




Hubo una época en la que los cuentos populares eran novelas negras para gente que aún no había entrado en la pubertad. No eran historias para que los niños disfrutaran con una sonrisa. La idea era que los niños de la época, más que modelos a imitar cuando fueran mayores, tuvieran un catálogo de cómo comportarse si querían una muerte truculenta.

Me acuerdo cuando era un crío que tenía un pequeño libro en el que se recogían, en apenas cuatro o cinco páginas, cuentos tradicionales de Perrault o los hermanos Grimm. Recuerdo lo mucho que odiaba ese libro porque los cuentos que recogía estaban mal: había sufrimiento y sangre, y no se parecían en nada a los cuentos de Disney que veía en la tele. Lo que hace la infancia, amigos.

Os voy a hablar de una época anterior a que Disney blanqueara todos y cada uno de los cuentos con los que nuestros antepasados adoctrinaban a los niños a la hora de dormir. Una época donde no se conocía el concepto de “explotación infantil” y los niños tenían que levantarse al alba para ir a trabajar a las fábricas. Un siglo que yo odio con toda mi alma, pero no por la mano de obra infantil precisamente… ¡Bienvenidos al SIGLO XIX!

¡Mirad todas las razones por las que el Siglo XIX merece ser recordado!

Los cuentos tradicionales tenían finales dignos de Juego de Tronos y unas ambientaciones igualmente truculentas. Recuerdo un tomo de cuentos para niños ancestral que teníamos por casa y lo mucho que lo odiaba porque no se parecían en nada en los cuentos de Disney que yo conocía. Había sufrimiento y había sangre en esos cuentos, algo que no es lo más recomendable para desearle buenas noches a un niño.

Por ejemplo, tenemos la fábula de Ricitos de Oro y los tres osos. Una magnifica historia de cómo la virtud está en el término medio: la cama ni demasiado dura ni demasiado blanda, la sopa ni demasiado fría ni demasiado caliente. Una bonita enseñanza para los niños ¿verdad? Solo que en el cuento original los osos eran osos y, bueno, devoraban a Ricitos de Oro por invadir su propiedad y comerse su comida. Una forma drástica de reivindicar el derecho a la propiedad privada, para ser solamente putos animales.

Corre, joder, que SE TE VAN A COMER.

Por otra parte está el cuento de Cenicienta es un poco oscurillo, con un sufrimiento que deleitaría al Tim Burton más emo. Las hermanastras, además de hacerle bullying chungo a Cenicienta, están desesperadas por chuscarse al príncipe y medrar, por lo que la primera es capaz de cortarse los dedos del pie para que le entre el zapato y la segunda se corta el talón. El príncipe, que no es tonto, se da cuenta que es mucha sangre para una rozadura y las repudia. Además, para que aprendan bien la lección, en el cuento clásico las hermanastras eran picoteadas en los ojos por unas palomas hasta dejarlas ciegas.

Y la Bella Durmiente no es mucho mejor. La historia original tiene reyes estériles, príncipes que ocultan su relación a sus padres, una reina mala que se quiere comer a su propia nieta, una reina mala que quiere asesinar al cocinero real y toda su familia por mostrar humanidad y no matar a su nieta y una reina mala que acaba devorada por alimañas. La moraleja didáctica es evidente: tus nietos no son tan nutritivos como crees.

¿Quién podría imaginar que alguien que viste de manera lúgubre y se llama Maléfica iba a ser una persona malvada?

En Blancanieves la reina malvada es obligada a ponerse unos zapatos de hierro al rojo y forzada a bailar hasta caer muerta. En El gato con botas el gato amenaza a unos campesinos para que mientan. En Rapulzel el príncipe se queda ciego porque se clava unos espinos en los ojos. Por no hablar de lo poco que reflexionamos de pequeños sobre el hecho de que le abran la barriga al lobo en Caperucita.

Los cuentos de antes sí que eran cuentos. Sangre, dolor, sufrimiento, moralejas truculentas… puedo decir sin temor a equivocarme, y el señor Pérez-Reverte me dará la razón, que las nuevas generaciones han crecido agilipolladas por Disney.

Joder, es que en Frozen no hay ni una mísera amputación por congelación.

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