Hubo una época en la que los cuentos populares eran novelas
negras para gente que aún no había entrado en la pubertad. No eran historias
para que los niños disfrutaran con una sonrisa. La idea era que los niños de la
época, más que modelos a imitar cuando fueran mayores, tuvieran un catálogo de
cómo comportarse si querían una muerte truculenta.
Me acuerdo cuando era un crío que tenía un pequeño libro en
el que se recogían, en apenas cuatro o cinco páginas, cuentos tradicionales de
Perrault o los hermanos Grimm. Recuerdo lo mucho que odiaba ese libro porque
los cuentos que recogía estaban mal: había sufrimiento y sangre, y no se
parecían en nada a los cuentos de Disney que veía en la tele. Lo que hace la
infancia, amigos.
Os voy a hablar de una época anterior a que Disney
blanqueara todos y cada uno de los cuentos con los que nuestros antepasados adoctrinaban
a los niños a la hora de dormir. Una época donde no se conocía el concepto de
“explotación infantil” y los niños tenían que levantarse al alba para ir a
trabajar a las fábricas. Un siglo que yo odio con toda mi alma, pero no por la
mano de obra infantil precisamente… ¡Bienvenidos al SIGLO XIX!
¡Mirad todas las razones por las que el Siglo XIX merece ser recordado!
Los cuentos tradicionales tenían finales dignos de Juego de
Tronos y unas ambientaciones igualmente truculentas. Recuerdo un tomo de
cuentos para niños ancestral que teníamos por casa y lo mucho que lo odiaba
porque no se parecían en nada en los cuentos de Disney que yo conocía. Había
sufrimiento y había sangre en esos cuentos, algo que no es lo más recomendable
para desearle buenas noches a un niño.
Por ejemplo, tenemos la fábula de Ricitos de Oro y los tres
osos. Una magnifica historia de cómo la virtud está en el término medio: la
cama ni demasiado dura ni demasiado blanda, la sopa ni demasiado fría ni
demasiado caliente. Una bonita enseñanza para los niños ¿verdad? Solo que en el
cuento original los osos eran osos y, bueno, devoraban a Ricitos de Oro por
invadir su propiedad y comerse su comida. Una forma drástica de reivindicar el
derecho a la propiedad privada, para ser solamente putos animales.
Corre, joder, que SE TE VAN A COMER.
Por otra parte está el cuento de Cenicienta es un poco
oscurillo, con un sufrimiento que deleitaría al Tim Burton más emo. Las
hermanastras, además de hacerle bullying chungo a Cenicienta, están desesperadas
por chuscarse al príncipe y medrar, por lo que la primera es capaz de cortarse
los dedos del pie para que le entre el zapato y la segunda se corta el talón.
El príncipe, que no es tonto, se da cuenta que es mucha sangre para una
rozadura y las repudia. Además, para que aprendan bien la lección, en el cuento
clásico las hermanastras eran picoteadas en los ojos por unas palomas hasta
dejarlas ciegas.
Y la Bella Durmiente no es mucho mejor. La historia original
tiene reyes estériles, príncipes que ocultan su relación a sus padres, una
reina mala que se quiere comer a su propia nieta, una reina mala que quiere
asesinar al cocinero real y toda su familia por mostrar humanidad y no matar a
su nieta y una reina mala que acaba devorada por alimañas. La moraleja
didáctica es evidente: tus nietos no son tan nutritivos como crees.
¿Quién podría imaginar que alguien que viste de manera lúgubre y se llama Maléfica iba a ser una persona malvada?
En Blancanieves la
reina malvada es obligada a ponerse unos zapatos de hierro al rojo y forzada a
bailar hasta caer muerta. En El gato con
botas el gato amenaza a unos campesinos para que mientan. En Rapulzel el príncipe se queda ciego
porque se clava unos espinos en los ojos. Por no hablar de lo poco que
reflexionamos de pequeños sobre el hecho de que le abran la barriga al lobo en Caperucita.
Los cuentos de antes sí que eran cuentos. Sangre, dolor,
sufrimiento, moralejas truculentas… puedo decir sin temor a equivocarme, y el
señor Pérez-Reverte me dará la razón, que las nuevas generaciones han crecido
agilipolladas por Disney.
Joder, es que en Frozen no hay ni una mísera amputación por
congelación.
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