domingo, 4 de septiembre de 2016

Postapocalipsis: una reflexión



He estado reflexionando sobre el auge de los mundos postapocalipticos. Hace unos años, la literatura zombie pegaba muy fuerte. Hoy, juegos como Fallout 4 acumulan más adeptos que señoras van al primer día de rebajas. Pero, ¿por qué gustan tanto?

Si nos remontamos unas décadas y observamos la cartelera, veremos que las producciones cinematográficas tenían unos tintes apocalípticos, pero relacionados con desastres naturales: Armaggedon, Independence Day, Deep Impact, Volcano, Twister… por no entrar en la parafernalia asiática y mencionar a Godzilla. En líneas generales, era el hombre superando a la naturaleza (y sí, considero “naturaleza” a los aliens de Independence Day).

La cosa es fácil. El bloque soviético se había desmoronado. Ahora que Rusia ya no era el enemigo que era antes, los antagonistas de las historias habían dejado de tener acento ruso. Hollywood había superado su fase de malos con acento alemán hace tiempo, así que ¿qué quedaba por inventar?

La naturaleza, esa taimada enemiga que siempre se abre camino entre las baldosas de la calle en forma de musgo/hierbajos. Esa cabrona que hace que llueva sobre tu coche cuando lo acabas de lavar. O que, espero que no vuelva a ocurrir, un pájaro que ha comido opíparamente se alivie sobre tu cabeza. La naturaleza está siempre ahí para joder tus planes.

Y si la naturaleza no es lo suficientemente letal, siempre podemos darle un empujoncito.

Sin embargo, la moda pasó. Descubrimos que los volcanes no eran tan espectaculares como pensábamos. Que los tornados se podían predecir. Que los aliens no llegaban y reventaban la Casa Blanca. La naturaleza no era tan mala, el verdadero enemigo eran las comedias románticas protagonizadas por Ben Stiller o Jennifer Aniston, que tanto gustaron en la primera década de este milenio.

¿Pero por qué el postapocalipsis? Bueno, conforme pasó el tiempo se hizo evidente que no íbamos a explorar el espacio. Las colonias lunares que se prometían en los años 80 se hicieron tan descabelladas como los coches flotantes o los aeropatines. A partir de los años 50, lo de explorar el universo pegaba fuerte, impregnado de una confianza fanática en el progreso. Sin embargo, las promesas espaciales quedaron fuera de nuestro alcance, más o menos lo que ha pasado con el No Man’s Sky.

En el siglo XIX lo petaban muy fuerte las novelas de viajes. Esos intrépidos y viriles exploradores que se iban a las colonias de continentes atrasados y descubrían tribus perdidas. Luego escribían libros para dejar bien claro lo atrasados que eran en comparación con el hombre blanco y lo pueril que eran las costumbres de esos negros sin civilizar. Pero con todos esos satélites orbitando el planeta, poco quedaba ahora por explorar. Quizá algo en el interior de Soria, pero Soria no es interesante de explorar ni tiene el encanto del Amazonas profundo.

Tampoco tiene a un tipo llamado Kurtz haciéndose el amo y señor de la zona.

Al contrario que nuestros antepasados, no podíamos explorar nuestro propio planeta. Tampoco podíamos conquistar el Far West. Los libros de viajes que cuentan las hazañas de intrépidos aventureros por tierras vírgenes fueron sustituidos por las guías de viajes que te dicen los sitios más baratos para comer. Cada vez estábamos más acostumbrados a viajar y a ver sitios nuevos (y en el peor de los casos, internet nos los acercaba).

Los empleos actuales atan de una forma que no había predicho Chaplin en “Tiempos Modernos”: de forma intelectual y burocrática, sin esfuerzo físico. El mundo del presente parece dominado por la apatía, la monotonía y las interminables horas del trabajo en una oficina. No hay nada nuevo, no hay sorpresas. Puedes cruzar el planeta entero comiendo las mismas hamburguesas del McDonald’s y bebiendo la misma Cocacola.

Antes, un carguero. Ahora, mi bonito pisito de soltero. El apocalipsis y sus oportunidades urbanísticas.

El género postapocaliptico es una especie de reseteo. Un borrón y cuenta nueva en el que se alteran las normas sociales. Si algo he aprendido con el Fallout 4 es que, sin un sistema social civilizado, ir a comprar al super de la esquina una caja de cereales tiene altas posibilidades de acabar en desmembramiento. El género apocalíptico nos permite redescubrir lo cotidiano cuando es imposible descubrir nuevas cosas. El mundo es físicamente similar, pero las reglas que lo rigen son totalmente diferentes.

También tiene un fuerte componente de romanticismo ingenuo. El mismo romanticismo que empujaba en el siglo XIX a explorar las ruinas misteriosas, a redescubrir parajes abandonados y decadentes. La gran mayoría de historias hablarán sobre como la humanidad se fue a la mierda pero se conservaron heroicos focos de civilización en medio del apocalipsis. Pocas se centrarán en lo jodido que es vivir sin electricidad ni aire acondicionado/calefacción (excepto, quizá, “The Road”). Pero, bueno, tampoco Richard Halliburton te contará sus escarceos con la disentería mientras recorría el Próximo Oriente.

¿Por qué tienen tanto éxito estas ambientaciones apocalipticas? Por la misma razón por la que los señoritos ingleses de estirados cuellos les gustaba leer sobre la exótica India o los misterios africanos: porque les permitía transportarse a lo desconocido. Para poder mirarse al espejo con condescendencia y pensar “cómo me gustaría poder estar ahí. Qué diferentes serían las cosas si yo hubiera estado ahí...”.

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