Tal día como ayer, pero en 1945, Japón recibía una dosis de
democracia. Si bien esa dosis era de 16 kilotones y Japón se la tuvo que tomar
por la fuerza.
Tenemos que situarnos en el final de la Segunda Guerra
Mundial. Europa ya estaba más o menos pacificada. Berlín había capitulado en
abril y en mayo lo había hecho Italia. El frente asiático, y concretamente
Japón, seguía aguantando de manera terca pero consciente de que no podía continuar
la guerra en solitario.
Pero Japón había cometido algunos excesos durante la
ocupación de casi toda la Costa Pacífica. No había que derrotarlo, había que
humillarlo y destrozarlo. Para que no volviera a dar mal al otro lado del
charco y, sobre todo, que no volviera a pillar por sorpresa a Pearl Harbor.
Toda precaución era poca para que no volvieran a hacer una película
protagonizada por Ben Affleck.
A lo que íbamos. La Segunda Guerra Mundial estaba acabando y
había que dar un puñetazo en la mesa de negociaciones, y Estados Unidos no se
ha caracterizado nunca por negociar en desventaja. Además, los japoneses habían
demostrado una resistencia fanática, prefiriendo la muerte a la derrota.
Hiroshima después de la bomba, El sueño húmedo de cualquier constructor español.
Se diseñó un plan para disuadir a Japón a que resistiera
mucho más tiempo: un avión llegaba a una ciudad sin importancia y lanzaba una
bomba atómica, repitiendo el proceso si fuera necesario. El equivalente en
diplomacia internacional a crujirse los nudillos con cara de bruto en una
discusión. La peor parte se la llevaron las casi 250.000 personas que murieron
en los dos ataques nucleares.
El primer ataque fue en Hiroshima el 6 de agosto de 1945,
lazada desde el bombardero B-29 “Enola Gay”. El segundo ataque fue tres días
después en Nagasaki, lanzada desde su homólogo “Bockscar”. La primera de ellas se llamaba
“Little Boy”, la segunda “Fat Man”. Porque, por aquel entonces, una bomba
nuclear era algo tan novedoso y espectacular que merecía tener nombre propio.
“Little Boy” explotó en el aire, canalizando un enorme cono
de fuego hacia el suelo, que superó el millón de grados. Hiroshima, una ciudad
de tercera, que no representaba una amenaza militar remarcable, desapareció en
una bola de fuego. Para la red de comunicaciones japonesa se hizo el silencio
en toda la ciudad: no recibían ni
emitían señales y, sin embargo, las pequeñas emisoras situadas unas decenas de
kilómetros de Hiroshima lanzaban alarmantes mensajes.
Una bomba que no hacía distinciones entre civiles y
militares, entre niños, mujeres o ancianos, que segaba todo rastro de vida
humana, animal y vegetal; un horror de ese calibre, no estaba aún preparado
para ser aceptado en la mentes de la época. A los japoneses les costó unas
cuantas horas reaccionar y darse cuenta que una ciudad entera había
desaparecido entre las cenizas.
Se dice que sólo las cucarachas sobreviven a una explosión nuclear, pero el turista alemán, acostumbrado a indecibles quemaduras en su piel, también es prácticamente inmune.
Apenas sin tiempo para digerir la tragedia de Hiroshima, la
segunda bomba cayó en Nagasaki, otra ciudad sin importancia militar. El daño
directo fue menor, dada la orografía del terreno, pero el daño en los años
subsiguientes, fruto de la contaminación radiactiva, estuvo ahí-ahí con el de
Hiroshima. Probablemente con una detonación hubiera bastado, pero Estados
Unidos tiene una filia por las explosiones que solo iguala Michael Bay.
Japón había captado el mensaje y se apresuró a pedir una paz
incondicional. El 12 de agosto la familia real japonesa se rendía oficialmente
y el 14 de agosto se retransmitió la capitulación por toda la isla. Las
consecuencias de la rendición fueron humillantes para Japón: admitieron cambios
en su constitución, cedieron numerosos enclaves para que Estados Unidos pudiera
establecer bases militares y perdieron la capacidad de tener un ejército
propio. Sin embargo, permitieron que la familia imperial se mantuviera en el
poder.
Y así se mantiene hasta nuestros días.
Un tema complejo. Los aliados, o al menos EEUU, interceptaban las comunicaciones japonesas cuando y como querían.
ResponderEliminarSabían que se iban a rendir, incluso sin necesidad del desembarco, en un plazo de meses. ¿Había necesidad entonces de lanzar las bombas?
Bueno, depende de lo estadista que fueras. Si eres un tío sentado en un buen sillón en la capital, la muerte de miles de soldados de tu bando o de tu enemigo te la sudan mientras ganes. Y EEUU iba a ganar porque todos sus esfuerzos bélicos se iban a destinar en el Pacífico después de caer Berlín.
Y es que aquí Berlín es lo que importaba. La toma de Alemania por parte de la URSS había demostrado a los aliados occidentales que esta guerra había creado un nuevo enemigo. EEUU no pudo llevarle el ritmo a la URSS por lo que tomaron gran parte de Alemania y desembocaría posteriormente en las dos Alemanias.
Aquí es donde entran las bombas: EEUU no podía perder el territorio ganado frente a la URSS de nuevo, tenía que dar un golpe en la mesa y llevárselo todo. Y aún así, la URSS tomó varias islas del Pacífico sin muchos problemas.
Desde luego.
EliminarLa URSS percibía como Japón caía en picado y EEUU le comía terreno en el Pacífico, así que declaró la guerra en 1945 para ver que caía al golpear la "piñata" de ojos rasgados.
EEUU vio como entraba la URSS en el sarao del Pacífico y prefirió posar su aparato reproductor en algún escritorio (metafóricamente) lanzando los dos bombazos. ¿Que probablemente habrían metido igual de miedo a los japonenes lanzando el pepino nuclear en la bahía de Tokio? Seguro. Pero así no habrían metido ni la mitad de miedo a los rusos, que ya se estaban relamiendo con las posesiones que iban a ganar en Asia.