domingo, 8 de diciembre de 2019

La Constitución: Historia de un puente.




No me estoy refiriendo a lo de ir al gimnasio y ponerte fuerte, no. Tampoco tengo en mente hablar de lo que hace que no te pongas enfermo, porque estás hecho un toro. Me refiero a lo otro, al regalo que nos hizo la Transición a todos los españoles.

Recurriendo a Wikipedia, y poniendo un párrafo sin ningún chiste…

Una constitución (del latín constitutio, -ōnis)​ es un texto codificado de carácter jurídico-político, surgido de un poder constituyente, que tiene el propósito de constituir la separación de poderes, definiendo y creando los poderes constituidos (legislativo, ejecutivo y judicial),​ que antes de la constitución estaban unidos o entremezclados, define sus respectivos controles y equilibrios (checks and balances), además es la ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las normas jurídicas, fundamentando (según el normativismo) todo el ordenamiento jurídico, incluye el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos, también delimitando los poderes e instituciones de la organización política.

Si no has entendido nada, no te preocupes, te lo resumo a lo rápido: una Constitución es un texto importante. Para hacerle caso o para ignorarlo muy fuertemente, pero es importante. Así que puede que no os descubra nada nuevo si os digo que tenemos una Constitución desde 1978. O puede que sí. No sé, hay gente muy ignorante que puede pasear libremente por la calle.

Una Constitución que tiene, al menos que yo tenga constancia, 155 artículos.

Los ingleses, como siempre, intentan convencer al mundo que eso de la Constitución lo inventaron ellos allá por el 1215 con la Carta Magna, pero no es más que un sistema arcaico similar a los tan castizos “fueros” españoles. Y si nos ponemos tiquismiquis, los antiguos griegos ya tenían sistemas políticos refinados y liosos. Malditos griegos.

Hasta la Ilustración no podríamos hablar de Constitución tal y como la definía Wikipedia un poco más arriba. Probablemente la primera sea la Constitución de los Estados Unidos, esa que gracias a Hollywood hemos visto tantas veces intentando ser robada y empieza con el famoso “We, the People…”. Seguida de cerca, con medalla de plata, por la  Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Francia, 1789), medalla de bronce para la Ustawa Rządowa (Polonia, 1791) y fuera de podio la Constitución Política de la Monarquía Española (España, 1812).


Pero para el caso que le hizo Fernando VII, que se quede fuera de podio.

Después de la de 1812, que por lo que sea no le gustó demasiado a Fernando VII eso de separar los poderes, los españoles tuvimos Constitución (o intención de tener) en 1834, 1837, 1845,1852, 1856, 1869, 1873, 1876, 1929, 1931… como diría el dueño de una tómbola: “Las estamos dando, las estamos regalando, señora”.

Esto es porque antiguamente una Constitución era algo orgánico, que el Rey podía modificar a su antojo. Surgían nuevos problemas (como, por ejemplo, el carlismo) y había que incorporar las soluciones en los textos legislativos del país, porque eso era lo que hacían los países civilizados de Occidente: hacer leyes para que nadie reventara la cabeza al otro en una riña de vecinos y le robara sus más preciadas posesiones.

Vivimos en una sociedad.

Actualmente España, como monarquía parlamentaria que es, se supone que es la labor del monarca “otorgar” la Constitución a su país, en tanto que es el rey el máximo representante. Aunque se diga que es la única Constitución de la historia española que ha sido votada por sus propios ciudadanos. Es que la votación era Constitución o barbarie, y la gente se dejó engañar.

“Ay, Sr. Historiador, pero usted es un anticonstitucionalista” puede que estés pensando. Por supuesto que soy un anticonstitucionalista. En ningún momento he escondido en este blog que lo que me mola es el rico sabor que deja en el paladar el paternalismo autocrático.

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