domingo, 28 de febrero de 2016

Cómo no salvar un país: el Putsch de Múnich



Esta semana vamos a retrotraernos a mi etapa favorita: los locos años 20 europeos. Esa época marcada por la divertida posguerra, el esplendor cultural, la decadencia económica y el auge de los autoritarismos. Casi nada.

La Segunda Guerra Mundial. Un conflicto que probablemente recordarás del cine, de series, del Call of Duty (antes de que les diera por el rollo moderno) y del Canal de Historia (antes de que les diera por considerar “Historia” a los aliens). Aunque no fue tan guay como la Primera Guerra Mundial, por eso de que ya se sabía cómo organizar estas cosas y a nadie le pillaba de sorpresa, pudo haber empezado antes: hubo un intento de toma de poder por parte del NSDAP (los nazis, vamos) en Múnich en 1923.

A diferencia de una revolución, que si no hay un poco de derramamiento de sangre parece que es demasiado sosa, un golpe de estado bien dirigido se caracteriza por evitar un conflicto abierto. Un buen golpe de estado lo único que hace es aparecer como por arte de magia y dar al “pueblo” lo que “quiere”. Aunque el propio pueblo no sea consciente de lo que quiere. Y como comprenderéis, algo tan delicado no puede elaborarse entre cañas en una cervecería.

O sí, porque eran otros tiempos.

- Klaus, creo que nunca debidos dejar a Adolf hacer ese viaje a Perú
- Por lo menos le he convencido para que en Múnich no les toque "el cóndor pasa" con la flauta andina

No había un país mejor abonado para un golpe de estado que la República de Weimar. En medio de una crisis económica impresionante, con una industria debilitada y con los franceses señalándolos y riéndose de Alemania desde la recientemente ocupada cuenca minera del Rhur, los movimientos radicales de izquierda y derecha intentaban derrocar a la débil democracia germana.

Además, sectores conservadores del ejército prusiano consideraban que los políticos les habían “apuñalado por la espalda” al firmar la paz de Versalles. Como si Alemania hubiera estado ganando la Primera Guerra Mundial. Políticamente bebían de una ideología sumamente conservadora y oligárquica, muy del estilo prusiano, que evitara que su amada nación cayera en el comunismo radical, en la socialdemocracia radical, en la democracia cristiana radical o cualquier cosa. Porque para ello, toda concepción política propia del siglo XX era considerada “radical” y peligrosa.

Miembros del Ejército Rojo del Rhur , de los años 20, una época en la que el comunismo era sexy.

Baviera tuvo una insurrección comunista fracasada al igual que la tuvo Berlín, solo que al ser sofocada, se eliminó a todos aquellos revolucionarios bávaros que podían ser problemáticos. Desde entonces Baviera, y especialmente su capital (Múnich) fue un importante foco de ideología conservadora, contrarrevolucionaria y antirrepublicana.

En ese contexto se movían un antiguo militar prusiano (Erich Ludendorff), un aspirante a dictador (Gustav von Kahr), el jefe de la policía bávara (Otto von Lossow), el jefe del ejército bávaro (Hans Ritter von Seisser) y un político arribista exaltado (Adolf Hitler) con su cuadrilla de amigos. Y sí, en los años 20 el principal aspirante a fhürer no era Hitler ¿sorprendidos? Deberíais.

El caso es que von Kahr iba a dar un gran discurso en una de las cervecerías más alemanas de la ciudad, de esas de jarras enormes de cerveza acompañadas con gruesas salchichas y raciones generosas de chucrut. El nombre de la taberna grita “más alemán que invadir Bélgica” por todos lados: Bürgerbräukeller. Hitler acudió a ese mitin y se dio cuenta de que le llevaban ventaja. Era el 8 de noviembre de 1923.

"Pantorrillas" Hitler no iba a tolerar que alguien que no fuese él fuera fhürer de Alemania

Rápidamente, Hitler sacó una pistola y disparó al aire. Tenía la atención de todos los presentes y les comunicó que la revolución (concretamente SU revolución) había comenzado. Se llevó al trio de vons (von Kahr, von Lossow y von Seisser) a una sala apartada para confabular. En ese momento apareció Ludendorff y dio su beneplácito al golpe de estado. En las calles, los ciudadanos de Múnich estallaron en júbilo. Los batallones de SA de Hitler aportaron su granito de arena llenándose de cerveza en las diferentes cervecerías de la ciudad. Era un sacrificio necesario para la revolución.

Sin embargo, no todo fue triunfo. Se dieron las alarmas y como el jefe de la policía estaba en la  cervecería, los mandos medios tomaron el control de la policía y se atrincheraron en edificios gubernamentales clave. Hitler fue consciente de que su plan comenzaba a hacer aguas y dejó a Ludendorff custodiando el triunvirato de vones, quienes engatusaron al anciano general y se liberaron. En el momento en el que cruzaban la puerta de la cervecería, decidieron que no querían trabajar para Hitler.

Hitler y Ludendorff. Golpistas profesionales. Visionarios a tiempo parcial.

Aquella noche fue difícil. Los miembros paramilitares de las SA pulularon por toda la ciudad, comprobando que no quedaba ningún edificio clave que no estuviese ocupado ya por la policía bávara. Poco a poco, el inicial clima festivo del golpe de estado se fue disipando conforme la gente regresó a sus camas.

Una vez más, Hitler hizo un movimiento ególatra: un desfile por las calles de Múnich encabezado por él y Ludendorff, para demostrar su poderío. Llegaron desfilando majestuosamente hasta el centro de la ciudad pero, al alcanzar la Odeonplatz se encontraron con un cordón policial armado. Los dos grupos se quedaron en tensión, esperando que el otro hiciera un movimiento para actuar.

Sonó un disparo y se desató el tiroteo. Hitler logró escapar de ahí para ser arrestado unos días después y llevado a la cárcel, donde escribiría Mein Kampf, pero 14 de sus seguidores murieron por los disparos de la policía. La muerte de estos insurrectos creará en el ideario nazi todo un culto a esos “mártires” de la causa.

Pero lo más importante fue que Hitler abandonó la vía insurreccional para decantarse por una vía política, algo turbia, eso sí.

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