domingo, 24 de enero de 2016

La Primera Guerra Mundial: el camuflaje es para los valientes



Yo mismo me he visto frustrado muchas veces cuando he tenido que explicar algo sumamente sencillo a alguien que aún no sabe cómo funciona. La sabiduría te da una especie de superioridad: tu, al contrario que el neófito, ya sabes lo que va a ocurrir. Si nos situamos en perspectiva, damos por hecho demasiadas cosas que en su momento fueron nuevas, que era la primera vez que se ponían sobre la mesa y hacía falta innovar para que se resolvieran.

Y si algo me encanta de la Primera Guerra Mundial es la capacidad de innovar que tuvo.
No me estoy refiriendo a las innovaciones técnicas para matar más y mejor, que también las hubo, sino a los “¿y ahora qué hacemos?” que surgieron a lo largo de la contienda. Los primeros cascos de acero surgieron como respuesta al “¿y ahora qué hacemos?” de las heridas de metralla. Porque, hasta entonces, el pináculo de la ciencia en cuanto a protección de la cabeza era una gorra de tela, y eso no protegía demasiado ni de balas ni de metralla.

Era la costumbre del siglo XIX, que venía ya desde que se introdujo en Europa el uso de la pólvora: si una bala atravesaba la armadura de igual forma que la tela, ¿para qué llevar peso? Pero, claro, lejos había quedado la guerra como un enfrentamiento organizado de dos líneas de soldados una enfrente de la otra. Con una guerra masificada, había que proteger al soldado de alguna forma. Al menos mínimamente. Para que no cayeran como moscas ante el primer nido de ametralladora.


- Sargento Magnolia, le veo más lozano ¿hace la fotosíntesis mejor?
-Hijos de puta

Cercano al tema de los cascos, llega el tema que me gustaría tratar esta semana: los camuflajes.
A alguna mente pensante se le ocurrió que eso de ir vestido de vivos colores era un poco ir provocando al enemigo. El hecho de que el ejército francés fuera de azul y rojo, desde luego, era una invitación a sus colegas germanos para practicar el tiro al blanco desde el otro lado de la trinchera. Y no se dieron cuenta hasta que habían pasado unos meses bien largos de guerra.

Se acabó eso de ir alegre por el campo vestido de soldadito napoleónico, con un uniforme que diera gusto ver en un desfile. Sobrevivir estaba mejor conceptuado que ir bien vestido. Inicialmente, los soldados optaron por ponerse mantas y capotes civiles para  disimular los vivos colores de los uniformes. Los alemanes, con el uniforme en ese color verde-grisáceo que tanto les ha gustado para los temas militares, estaban en una situación mucho mejor (miméticamente hablando) que sus colegas franceses.


Francotirador con traje de camuflaje. Imagínatelo haciendo quickscopes 360º hacia ti.

Pasada la época “voy a ver que encuentro en el armario de estos amables campesinos” el propio ejército empezó a actualizar sus uniformes.  Tampoco es que Francia innovara demasiado, porque les puso a sus soldados uniformes azules celeste muy cucos, pero se empezó a dar pasos hacia la concepción del mimetismo que tenemos hoy en día.

En un paisaje desolado y parecido al de la Luna, había que camuflarse de formas rarísimas. En algún punto de la Primera Guerra Mundial se usaron troncos de árboles de atrezzo, vacíos por dentro para que el soldado se pudiera meter y observar dentro de un árbol de mentirijillas. Los ingenieros llegaban a quitar un árbol de verdad y sustituirlo por uno falso en apenas unas horas bajo el amparo de la noche. Y quien dice árboles falsos dice situar soldados de cartón piedra o cadáveres de caballos falsos.

Árboles falsos. Si existen es porque a alguien dijo "ah, pues si, vamos a hacerlo, que es buena idea" cuando se lo plantearon sobre el papel.

Los alemanes tampoco querían quedarse atrás en la moda de mimetizarse. Los cascos de acero alemanes se pintaron con extraños camuflajes de líneas rectas y angulosas, con colores chillones que ninguna persona cuerda consideraría “camuflaje”. Pero, hey, a los alemanes les gustaba usar sus cascos como lienzos metálicos para una especie de cubismo picassiano con tintes bélicos.

El soldado Smith descubrió que si se ponía la colcha de la cama por encima no le disparaban. Él creía que era porque se camuflaba magistralmente, pero en realidad era porque daba mucha pena.

El mismo proceso que se aplicaba a los cascos, se utilizó en barcos. Se empezaron a pintar estrafalarios motivos geométricos de colores vivos porque el concepto no era el de “esconder”, sino el de “confundir”. La idea no era mimetizarse con el entorno, sino hacer que el enemigo no supiera a donde apuntar. Más o menos, la misma ilusión óptica que sucede con las franjas de las cebras, para que os hagáis una idea.

Aún quedaban muchos años para que la técnica de camuflaje se refinara hasta el punto de los trajes ghillie actuales. Pero siempre quedarán entre nosotros esos pueriles primeros intentos de métodos de camuflaje, tan alejados de la seriedad militar. 



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